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25 mar 2015 . Actualizado a las 14:22 h.Cerca ya de la medianoche, solo las cámaras de televisión y el inusual despliegue de fuerzas de seguridad turbaban el aletargamiento que se cernía ya sobre la T-2 del Aeropuerto de Barcelona. A esas alturas habían transcurrido más de doce horas desde que uno de sus vuelos causara un brutal impacto del que Europa no se recuperará fácilmente. Los viajeros que se asomaban por la puerta de salida miraban con un segundo de extrañeza las cámaras de televisión antes de darse cuenta de que estaban en el corazón del dolor y del luto por los 150 fallecidos.
Durante toda la tarde, la terminal fue el escenario de un desfile de luto y desolación, por parte de los familiares de las víctimas. El goteo fue conducido por los Mossos de Esquadra que trasladaban a los todavía noqueados familiares al edificio de Aena habilitado para ofrecer información y, sobre todo, apoyo psicológico frente a una situación para la que nadie está preparado. Muchos de estos familiares tuvieron que enfrentarse a la necesidad de aportar muestras de ADN para cotejarlas con los cuerpos que se vayan encontrando en los Alpes. Porque en el edificio donde se reunían las familias había toneladas de dolor y desesperación, pero ni un gramo de incertidumbre. Todos ellos sabían que habían perdido un ser querido.
Los miembros de la Cruz Roja enseguida percibieron que aparte de lo más profundo hacía falta también lo más superficial. Muchos de los familiares llegaban con un móvil sin apenas batería y la perentoria necesidad de hablar por teléfono, de responder llamadas. Fue el problema más fácil de resolver en un edificio que, tras la experiencia de ayer, nunca volverá a ser igual.
La tragedia se coló por todas las grietas. En los aviones que cruzaban el cielo, al menos en los dos que tuvo que usar este corresponsal, se prestaba un inusitado interés a las monótonas y repetidas instrucciones de las azafatas previas al despegue. Lo que nadie escucha nunca, ayer era objeto de atención. La estadística, que apunta a que es prácticamente imposible que se produzcan dos accidentes en el mismo día, servía de tranquilizante aunque, como todo el mundo sabe, el miedo es libre. Como el dolor, santo y seña en los aledaños de la T-2 barcelonesa. Alrededor de las nueve de la noche, llegó un avión de Düsseldorf con el último gran contingente de familiares de las víctimas, que pisaron las últimas huellas de sus seres queridos. Por la terminal se comentaba que para hoy estaba previsto la salida de otro grupo de los escolares alemanes que estaban de intercambio y cuyos compañeros ya nunca llegarán a casa. Nadie quería hacerse una idea del ánimo de esos chavales. Nadie quisiera estar en la situación de las decenas de personas que ayer entraron en el edificio de las lágrimas. Dicen los expertos que lo más importante es aceptar que no hay razones. Que los accidentes son aleatorios. Que ocurren porque sí o porque no. Sin un motivo. En los rostros que ayer se veían por la terminal, tristemente, se adivinaban preguntas que nunca alcanzarán una respuesta.