Un cuarto de siglo que cambió Oriente Medio

carlos ocampo REDACCIÓN / LA VOZ

INTERNACIONAL

El golfo pérsico vive bajo el infierno del Estado Islámico 25 años después de la ocupación de Kuwait por Sadam Huseín

04 ago 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Sadam Huseín desencadenó «la madre de todas las batallas» cuando hace 25 años invadió Kuwait y provocó la Tormenta del Desierto, la operación liderada por EE.UU. contra el dictador iraquí. Su definición de la guerra que inició aquel 2 de agosto de 1990 fue profética, pues sus secuelas las vive hoy la región en el desafío lanzado por el Estado Islámico al establecer el califato en junio del año pasado.

Irak venía de sostener, hasta dos años antes, la larga y costosa guerra con Irán (1980-1988) cuyo resultado evidenciaba el equilibrio de fuerzas que representaban Teherán (chií) y Bagdad (suní) cuando Sadam decidió anexionarse Kuwait, como respuesta a la sobreproducción de petróleo en el emirato vecino que provocó grandes pérdidas a Irak como consecuencia de la caída de los precios. En lo que ya era un presagio del fin de la guerra fría, el Consejo de Seguridad de la ONU no vetó la operación de la alianza en la que participaban, entre otros, Siria, Egipto y Arabia Saudí encabezados por Washington. Ni Pekín ni Moscú, como tampoco Londres ni París, podían aceptar la amenaza que suponía Sadam para el delicado equilibrio del estratégico golfo pérsico.

Mientras el dictador iraquí secuestraba occidentales que amenazaba con usar como escudos humanos, llamaba a la guerra santa contra EE.UU. y provocaba a Israel, crecían la tensión y el temor a un ataque con gases. Bagdad desafiaba todas las resoluciones de la ONU para recomponer la situación, y George Bush padre preparaba en el golfo una coalición de más de 600.000 soldados de 130 países. El 1 de enero de 1991 el entonces jefe de la Casa Blanca anunciaba ante las cámaras que había comenzado «la liberación de Kuwait».

La Tormenta del Desierto escampó el 28 de febrero, pero Sadam siguió en el poder después de la primera guerra mediática de la historia, que Washington presentó como un contienda limpia gracias al uso de las bombas inteligentes que permitían lo que el general Norman Schwarzkopf describió como «intervenciones quirúrgicas».

Diez años después, medio mundo presenció en directo cómo se estrellaba un Boeing contra la segunda de las Torres Gemelas, mientras los telediarios trataban de explicar las terroríficas imágenes que ofrecía la primera. El recién elegido George W. Bush cambió a raíz del atentado la estrategia antiterrorista y un mes después el Pentágono sugería un ataque contra Irak. Con la acusación de que, contraviniendo el alto el fuego firmado en el 91, Bagdad acumulaba armas de destrucción masiva, algo que los observadores jamás fueron capaces de demostrar, Bush se lanzó a la caza de Sadam en marzo del 2003, esta vez sin la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU y encabezando una coalición que, en contraste con la que lideró su padre, apenas gozaba de apoyos internacionales. Un mes después caía el Gobierno y en diciembre de ese año era capturado Sadam.

Con la muerte de Sadam, la influencia chií ganó en Irak. El dominio de esta facción que impuso Estados Unidos en el Parlamento iraquí acabó con los privilegios de los que gozaban con Sadam los suníes, que hoy se sienten discriminados en su país. No debe extrañar que muchos hayan jurado fidelidad al Estado Islámico, cuya cúpula compartió las celdas de Camp Bucca, en el sur de Irak, con los generales de Sadam. Cuando Obama puso fin a la «tonta guerra» de Bush, en diciembre del 2011, el líder del Estado Islámico, Abu Bakr al Bagdadi, solo tuvo que activar las alianzas que había forjado en prisión para lanzar a los suníes a reconquistar el califato.

La guerra de Bush hijo también anuló el contrapeso que el dictador ejercía frente al régimen de los ayatolás. La hegemonía iraní, sobre todo tras el acuerdo nuclear y el próximo levantamiento del embargo, preocupa a las potencias suníes del golfo, especialmente a dos tradicionales aliados de Washington, Arabia Saudí e Israel. Pero el poderío militar de Teherán es imprescindible para combatir con eficacia la amenaza de los de Al Bagdadi.