
Se dice que parte de lo destruido se puede reconstruir, pero en realidad es jugar con las palabras: de lo que se está hablando es más bien de recrearlo
02 abr 2016 . Actualizado a las 11:41 h.Vi las imágenes de los soldados sirios y sus aliados de Hezbolá en Palmira. Se pasaban tranquilamente un balón de fútbol y al fondo se veía la fortaleza medieval. Era la imagen de la victoria. Estaba claro que la batalla por la ciudad había terminado. Luego vi los planos a vista de pájaro tomados por los drones rusos. Quería contemplar la extensión del daño en el yacimiento arqueológico. Era un curioso ejercicio, este de intentar distinguir entre la ruina del pasado y la ruina del presente.
Se han divulgado mucho las declaraciones del responsable sirio de Patrimonio, que dijo nada más visitar el lugar que los daños no eran tan graves como se había temido. Desgraciadamente, hay que tomar sus palabras con cautela. Lo que se ve desde el aire no inspira tanto optimismo. Aparte de hacer pedazos las estatuas del museo, los fanáticos del Estado Islámico han volado con dinamita siete de las hermosas torres funerarias de arenisca, parte del castillo medieval, el precioso arco de triunfo y han reducido a escombros el templo de Baalshamin.
También han demolido el templo de Bel. Era este un monumento bellísimo. Recuerdo cuando lo visité hace algún tiempo que lo que más me conmovió fue ver que tres simples albañiles habían dejado inscritos sus nombres en la piedra, orgullosos de su trabajo. Eso se ha perdido, como también se ha perdido para siempre el hermoso león de piedra caliza de la diosa Al-lat. Era una iconografía enigmática: el depredador cobijaba una gacela entre sus patas, porque Al-lat, la Afrodita palmeriense, era una diosa clemente. En la pata izquierda, el león tenía grabada una inscripción que ahora suena como una triste premonición fallida: «Que nadie derrame sangre en este santuario».
Se dice que parte de lo destruido se puede reconstruir, pero en realidad es jugar con las palabras: de lo que se está hablando es más bien de recrearlo. Por ejemplo, en Carrara, de donde salió el mármol con el que trabajaba Miguel Ángel, están construyendo una réplica exacta del arco de triunfo de Palmira. Lo hace una impresora 3D que recibe sus órdenes desde Oxford a través de Internet. Sus creadores aseguran que el resultado será indistinguible del original porque no solo pueden reproducir exactamente los contornos del arco, sino también la proporción exacta de arena, sodio y bicarbonato sódico que componía la piedra original. Naturalmente, se ha abierto un debate en la comunidad científica. Unos lo consideran permisible, para otros es una suplantación.
Pero el problema no es ni siquiera ese, pienso yo. Los monumentos quizá se puedan restaurar. Lo que no va a ser tan fácil es preservar su significado. Es triste haber perdido el templo de Balshamin, pero en su vecindad se encuentra el anfiteatro romano donde el Estado Islámico filmó la decapitación de veinticinco soldados sirios prisioneros. La famosa columnata de Palmira se mantiene en pie, pero los guías turísticos no van a tener más remedio que contar a partir de ahora que de una de esas columnas colgaron el cuerpo sin cabeza del director de arqueología del yacimiento.
«Que nadie derrame sangre en este santuario», decía la inscripción del león de Al-Lat.
Palmira podrá reconstruirse, más o menos, pero es imposible dejar de pensar que sus piedras han quedado contaminadas para un par de generaciones. Esas ruinas no son ya solo historia antigua. Su mensaje ha cambiado. Hasta la semana pasada eran un recuerdo anticuario de un tiempo remoto. Ahora esos vestigios ya no representan la gloria del pasado. Guste o no, también representan la barbarie del presente.