Son todos los británicos quienes están llamados a decidir con su voto si piensan que Europa ha sido beneficiosa o perjudicial para sus intereses. Pero hay un grupo concreto de británicos para los que no cabe ninguna duda de que Europa ha sido devastadora: los políticos. En Gran Bretaña, los debates en torno a esta cuestión han derribado gobiernos, dividido partidos, provocado dimisiones sonadas. Han destruido las carreras, no de muchos, sino de casi todos los líderes del país en tiempos recientes.
La lista es espectacular. En el partido conservador, su proeuropeísmo fue una razón importante en la caída de Harold MacMillan, y decisiva en el caso de Edward Heath. Su antieuropeísmo fue lo que terminó derribando a Margaret Thatcher. Pero tampoco los tibios se han salvado: John Major fue víctima de su falta de definición en este asunto, y cabe la posibilidad de que también lo sea ahora David Cameron, gane o pierda el referendo.
Ahora el euroescepticismo se asocia con la derecha, pero es en la izquierda donde ha tenido efectos más devastadores. Las disensiones en torno a Europa fueron la tumba política de prometedores líderes proeuropeos como Roy Jenkins, y también de dirigentes antieuropeos como Tony Benn y Michael Foot. En la década de 1980, las contradicciones llevaron incluso a la ruptura del partido y a la escisión de los proeuropeos, que formaron el Partido Socialdemócrata, el cual se fusionaría más tarde con los liberales para crear el partido Liberal Demócrata. También ellos han pagado un alto precio por sus inclinaciones europeístas. El elector británico, cuando se trata de Europa, no perdona una. El problema es que no se sabe muy bien qué es lo que le gustaría que hiciesen sus políticos para no castigarlos. Ese es, en el fondo, la clave del euroescepticismo británico: no es una fobia, sino una duda. Una duda hamletiana, un ser o no ser, o un estar o no estar, que no se resuelve nunca.
De hecho, lo que estamos viendo con este referendo es una repetición, casi idéntica, del referendo de 1975 sobre la permanencia de Gran Bretaña en lo que entonces se llamaba Comunidad Europea. Más que de repetición sería más oportuno hablar de imagen especular, porque, como en un espejo, la izquierda era entonces la derecha, y viceversa. Entonces era un primer ministro laborista, Harold Wilson, quien se encontraba en la posición en la que está ahora el conservador Cameron. También Wilson era un converso secreto a la idea de Europa, o más bien se había resignado a ella al llegar al poder. Creyó que el referendo era la única manera de liquidar el asunto de una vez por todas. Se equivocó. A pesar de un resultado abrumador (67 %) en favor de la permanencia, ni siquiera los propios laboristas quedaron convencidos y empezaron a hacerse pedazos entre ellos.
Cameron habrá pensado mucho estos días en aquel precedente, sobre todo porque las encuestas no le garantizan una victoria clara, como sí se la garantizaban a Wilson. Si se impone la opción de salir -improbable, pero no imposible-, su carrera estará acabada, el Partido Conservador saltaría por los aires y la política británica entraría en un vértigo de recriminaciones, por no hablar de la reactivación de la cuestión escocesa. Pero lo curioso es que tampoco una victoria del quedarse garantiza que no ocurra alguna de estas cosas, o todas ellas. Ni siquiera nos asegura que el asunto quede finalmente resuelto. Las dudas, cuando se prolongan en el tiempo, se convierten en una forma de ser.