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Un anacronismo de la guerra fría

INTERNACIONAL

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En los últimos tiempos, Fidel Castro era un hecho histórico, un resto de otra era ya acabada

27 nov 2016 . Actualizado a las 18:27 h.

El hombre que dijo «la historia me absolverá» ha vivido demasiado tiempo como para que la historia le absuelva o le condene. Se podría decir que su caso ha prescrito y que él mismo se ha convertido en parte de esa historia, que de todos modos no es juez sino testigo.

Eso era Fidel Castro en los últimos tiempos: un hecho histórico, un anacronismo, un resto de otra era ya acabada; del mundo de la guerra fría que se había quedado congelado en ese caluroso País de Nunca Jamás del Caribe. Allí, Fidel ejercía a la vez de capitán Garfio y de Peter Pan que se resiste a crecer y a cambiar. Oficiaba ante todo como un emblema de sí mismo, embutido en su uniforme verde oliva y con su cigarro puro churchilliano. No es extraño que la CIA tramase en serio infectarle la cara para que perdiese la barba, porque el gran logro de Fidel Castro no ha sido la revolución, que probablemente quede como un paréntesis, sino la creación de ese personaje llamado Fidel Castro.

Construirlo no le fue nada fácil. Nacido en 1926, Fidel Castro ni siquiera se llamó así de manera oficial hasta los diecisiete años, cuando su padre le reconoció como hijo suyo. Es una tentación explicar a Fidel a partir de esa complicada relación padre-hijo. El lugués Ángel Castro tenía en su mesilla de noche una fotografía de Franco y había luchado como soldado contra la independencia de Cuba. Fidel, en cambio, militó en cuanto pudo en el ala nacionalista del izquierdista Partido Ortodoxo.

Estudiante que frencuentaba tiroteos

Aquel primer Fidel era un estudiante que frecuentaba los tiroteos de La Habana de los años 40 entre facciones políticas rivales, y más tarde un abogado demagogo que sin embargo creía en las elecciones como medio para llegar al poder. Fue el golpe de Estado de Batista de marzo de 1952, que privó a Castro de conseguir un acta de diputado, el que le empujó a algo que es aún una rareza en América Latina: la guerrilla.

Pero el referente de Fidel en Sierra Maestra no es todavía Lenin sino Martí. No fue de la URSS, sino de Estados Unidos, de donde salieron los fondos para su rebelión, y tan solo la presencia del Che Guevara anticipaba el giro que tomaría más tarde todo este asunto. En su mitificado refugio de las montañas, Castro recibía a Tico Medina y a Herbert Matthews, que le entrevistó entre susurros porque Fidel le aseguraba que estaban rodeados de fuerzas enemigas. Irónicamente, será el New York Times, el periódico de Matthews, el que forje con aquella entrevista susurrada la leyenda de Fidel como héroe romántico y solitario.

El hecho es que cuando Castro entra en La Habana el 8 de enero de 1959 lo hace aclamado no solo por los cubanos, sino por el mundo entero, que proyectaba en él la fantasía del libertador. Castro, que había soñado de niño con ser Alejandro Magno -llegó a cambiar su nombre por el de Fidel Alejandro-, lograba su objetivo a los 32 años.

Oleada de ejecuciones

Como suele ocurrir, pronto llegó la resaca. Primero la oleada de ejecuciones, luego las confiscaciones arbitrarias, el aplazamiento definitivo de las elecciones, la instauración de un estado policial... Había ya miles de cubanos en Miami para cuando Luis Aguilé graba su «Cuando salí de Cuba» -que, por cierto, le había inspirado su relación sentimental con una antigua novia de Fidel-.

También las relaciones de Cuba con Estados Unidos se deterioraron rápidamente, a los pocos meses. Tras la nacionalización de las propiedades de la United Fruit Co. Eisenhower empezó a planear la caída de Fidel, lo que empujó a este todavía más en brazos de la URSS. Más tarde Kennedy le dio el impulso definitivo cuando trató de derrocarle en bahía Cochinos en abril del 1961. En diciembre de ese mismo año, el comandante declaraba que Cuba era ya, oficialmente, un país comunista.

Desde aquel día, Castro se pasó medio siglo a la defensiva. La consigna era resistir, lo que significaba autarquía en el interior y algunas veleidades en el exterior -14.000 cubanos han muerto en Angola y otros lugares-. La revolución, que pudo proporcionar buena medicina preventiva pero no libertad, se estancó muy pronto. Mientras, el exilio se convertía en otra Cuba detenida en el tiempo. Dos mitades de un mismo pueblo separadas por la ideología y el estrecho de Florida.

Sobre este limbo cubano Castro presidió durante más de cuarenta años con el estilo de un padre severo. Impetuoso, intransigente, a veces ocurrente, siempre excesivo... Ninguna calle lleva su nombre en Cuba y su efigie no adorna camisetas como la del «Che», con cuyo glamur nunca pudo competir, pero Castro inventó su propia variante del culto a la personalidad, basado, simplemente, en su constante, inescapable presencia, y en aquella consigna de «resistir» que no era otra cosa que sobrevivir.

La enfermedad le privó ya hace diez años de su ubicuidad. Y la muerte lo ha desprovisto ahora de la otra parte crucial del mito, la supervivencia. Había sobrevivido al catastrófico ataque al Cuartel de Moncada, a Sierra Maestra, a 638 intentos de asesinato de la CIA, a la cuarta parte de los presidentes norteamericanos que han existido, a los sueños y las locuras del exilio de Miami, al fin del mundo soviético y sus barcos cargados de provisiones y dogma, a noventa años de su propia biología...

Adiós a los puros

Castro había dejado de fumar puros habanos hace treinta años, y su sastra, Merel v'ant Wout, le había convencido ya de que vistiese de civil de vez en cuando. Ahora que su larga vida se ha detenido, Fidel nos deja con una última imagen suya: no la del revolucionario en uniforme sino la del simple hombre enfermo en chándal deportivo; como si se tratase de la metáfora definitiva de esa incansable carrera de fondo que ha sido la vida de Fidel Castro, sin duda el apellido más conocido que haya dado Galicia al mundo.