
Los ciudadanos están inventando espacios públicos y reapropiándose del centro de Beirut, hasta ahora reservado a las élites
18 nov 2019 . Actualizado a las 05:00 h.El Huevo cuenta la historia de Beirut y la revolución libanesa. En 1965 el arquitecto Joseph Karam diseñó un gran cine modernista con forma esférica, que pasó a ser conocido como El Huevo. La guerra civil (1975-1990) detuvo su construcción y lo transformó en trinchera. En las últimas tres décadas, El Huevo se ha convertido en la rara ruina olvidada en el reluciente centro de Beirut. Hasta el pasado 17 de octubre, cuando los libaneses lo ocuparon, como han hecho con el resto del país.
Las masivas protestas contra la élite política que sacuden Líbano pueden leerse a través de la arquitectura y el diseño urbano del centro Beirut.
El centro de Beirut como ‘no lugar’
Tras el fin de la guerra civil, El Huevo, como el resto del suelo del centro de Beirut, pasó a manos del magnate Rafik Hariri (padre del dimitido primer ministro Saad Hariri) a través de una expropiación que, como explica Mona Fawaz, profesora de Urbanismo en la Universidad Americana de Beirut, forzó a los propietarios del suelo a convertirse en accionistas del gigante inmobiliario de Rafik Hariri, Solidere. «Así es como se privatizo el centro histórico de Beirut», explica Fawaz.
Rafik Hariri convirtió el centro de Beirut en una reluciente ciudad fantasma reservada a la élite financiera y política. Lujosos yates inundaron el puerto deportivo diseñado por el arquitecto americano Steven Holl, se erigieron las torres Damac, con interiores diseñados por Versace. El centro, antes un espacio popular de bulliciosos mercados, se convirtió en un «espacio de especulación», donde solo el 50 % de los edificios acabados están habitados, apunta Fawaz.
Para la arquitecta y paisajista Sarah Lily Yassine, la filosofía de Solidere bebe de «una ideología cercana a capitalistas neoliberales interesados en grandes estructuras» que creó un «diseño urbano hostil»: sin espacios en los que sentarse, prohibiendo vendedores ambulantes y skaters y con unos lujosos restaurantes que pocos libaneses se pueden permitir.
Ese espacio se volvió más hostil en el 2005 con el magnicidio de Rafik Hariri, que desencadenó dos años de asesinatos políticos. «Las calles dejaron de ser seguras, se cerraron los accesos al Parlamento, montaron barricadas alrededor de casas de políticos, la ciudad se convirtió en una ciudadela», resume Yassine. Cuando Rafik Hariri fue enterrado en el centro de la ciudad, «transformaron la plaza en un cementerio, este lugar se convirtió en un vacío», explica.
La ideología de negar espacios públicos
Tras ese vacío hay intencionalidad política. «Sin espacios públicos ni transporte público no puedes practicar la democracia», explica Yassine, quien afirma que a la élite política la interesa un urbanismo «que mantenga las divisiones sectarias que les han beneficiado».
Tras la guerra, los líderes de milicias se sentaron en el Parlamento, y ahí siguen. «Esta mafia de post-guerra ahondó las divisiones entre la población», opina Sarah. Crear espacios públicos donde los libaneses pudieran encontrarse no era una prioridad. «Siempre he sentido que la guerra continuó como guerra fría», dice Sarah. Con una ley electoral que reparte escaños y puestos según confesiones religiosas, los libaneses no votaban izquierda o derecha, sino suní, chií, druso o maronita.
El estallido contra la élite política y su división sectaria, la corrupción y ausencia de servicios básicos marca un punto de inflexión en la historia de Líbano y en el mapa urbano de Beirut.
Reinventando el derecho a Beirut
Los dos primeros días de protestas la gente «se reapropió del espacio a través de la ira, vandalizando e incendiando el centro», explica Yassine. Después llegaron las banderas libanesas y el arte urbano. La profesora Mona Fawaz califica el movimiento de una revolución cultural «donde nuevas identidades compartidas son creadas, identidades que no se había permitido aparecer antes».
El centro de Beirut se ha convertido «en el ágora del país», según Yassine, ya que mujeres beirutís de clase alta corean eslóganes junto a jóvenes de clases populares de Trípoli. «Por primera vez la gente tiene un lugar donde encontrase, darse cuenta de que da igual tal religión o estrato social, tenemos las mismas demandas», dice la arquitecta.
Beirut esconde trazas de su pasado griego, romano, bizantino, otomano y francés. Hay quien consideraba la época actual, la «era Solidere». Un grafiti dice: «Esto no es Solidere, es Al Balad», nombre del centro de Beirut antes de la guerra, cuando era un espacio popular.
Cada mañana, manifestantes limpian las calles, algunos plantan árboles y los vendedores ambulantes ofrecen cafés, altramuces y mazorcas a precios populares. El descomunal aparcamiento de la céntrica Plaza de los Mártires es hoy un espacio que acoge debates, charlas, o puestos donde abogados, profesores o médicos ofrecen sus servicios para conseguir el cambio que los jóvenes escriben en paredes. Otros convocan marchas en la última playa pública de la ciudad u organizan desayunos populares en el puerto deportivo, reclamando el mar como espacio público. Otros hacen suyo el espacio sentándose y fumando narguile.
Los más atrevidos, suben una escalera suspendida de dudosa estabilidad a lo alto de la ruina de El Huevo, lugar privilegiado para ver caer el sol en el Mediterráneo. En su interior, los manifestantes proyectan películas. Décadas después, El Huevo es por fin un cine. Los libaneses se han hartado de esperar.