Boris Johnson no sabe pasar desapercibido. Mítica es la anécdota que revela que su postura antieuropea se fraguó con un sorteo: escribió dos artículos para el periódico en el que colaboraba, uno a favor del brexit y otro en contra. Los lanzó al aire y encima de la mesa quedó el contrario, que fue el que envió y marcó su camino.
Pero Boris no está acostumbrado a respetar los acuerdos. Ni siquiera los que él mismo firma. Necesita la bronca. Es un adicto al ruido mediático. Y excitar la vena antieuropea de sus bases en una receta sencilla para camuflar la pésima gestión de la pandemia, el desastre económico que se avecina o el incumplimiento de sus compromisos electorales.
En la trastienda de Downing Street se mueve a su antojo Dominic Cummings, el gurú al que Johnson entregó su alma para cumplir su sueño de niño: ser el primer ministro de su país y sentarse en la silla de su idolatrado Churchill.
Pero gobernar es otra cosa y en estos casi dos años ha demostrado estar muy lejos de ser un estadista. Los Veintisiete están hartos de sus veleidades y a las islas ya no les vale su pasado triunfal. El canal de La Mancha es su cordón umbilical con el mundo. Ojalá deje pronto de perder el tiempo.