
El presidente saliente anunció que el fiscal general dejará el cargo el 23 de diciembre
16 dic 2020 . Actualizado a las 08:43 h.William Barr, 70 años, creció en una familia de intelectuales en Nueva York. En los años 80, mientras Donald Trump se exhibía como el joven magnate inmobiliario más estridente de Manhattan, Barr se formaba como abogado en las prestigiosas universidades de Columbia y George Washington. Con los años, se convirtió en una figura consumada del establishment conservador y llegó a dirigió el Departamento de Justicia dos veces con tres décadas de diferencia. La primera, bajo la Administración de George H. W. Bush; la segunda, cuando fue llamado por Trump para sustituir a Jeff Sessions, a quien obligó a dimitir por apartarse de la investigación de las injerencias rusas en las elecciones del 2016.
Barr aceptó el cargo el 14 de febrero del 2019 impulsado por sus simpatías ideológicas con el presidente. Desde el primer día como fiscal general, se dedicó a implementar la agenda política de Trump, pese a la independencia que se le supone al cargo. Pero el día que el Colegio Electoral certificó la victoria de Joe Biden sobre un Trump que se niega a aceptar la derrota entre falsas acusaciones de fraude electoral, Barr dijo basta. Los intereses personales de un presidente en plena ensoñación chocaron con la aceptación de la realidad de su fiel escudero.
Fue el propio Trump quien informó, minutos después de su derrota, a través de Twitter, que Barr dejará el cargo el 23 de diciembre con una cálida despedida, en la que destacó su «excelente» trabajo. Aunque los detalles de la salida siguen siendo confusos, quedó claro que Barr no estaba dispuesto a pasar a la historia como uno de los acólitos de las teorías conspirativas del presidente sobre el resultado de las presidenciales del 3 de noviembre.
Sin embargo, la huella dejada por Barr en el Departamento de Justicia será difícil de borrar. Nada más llegar al cargo, encubrió los hallazgos del fiscal Robert Muller sobre los contactos del entorno de Trump con Moscú y cuestionó la legitimidad de la investigación. Apoyó la agenda antiinmigración del presidente, se hizo eco de su ira contra los confinamientos para controlar el covid-19 y se mostró a favor de las dispersiones violentas a los manifestantes pacíficos del movimiento Black Lives Matter del pasado verano frente a la Casa Blanca. Su lealtad acabó por resquebrajarse cuando el presidente empezó a insultarle por negarse a defender lo indefendible.