La condena de Nicolas Sarkozy es una victoria del Estado de derecho

Josef Joffe

INTERNACIONAL

MABEL RODRÍGUEZ

Transparencia y rendición de cuentas son el arma para salvar la democracia

07 mar 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

La dura sentencia dictada contra el expresidente francés Nicolas Sarkozy, condenado por tráfico de influencias, confirma nuevamente una antigua verdad de la política: aún en las democracias más afianzadas del mundo, la corrupción sigue siendo una maldición.

El poder siempre atrae al poder. Su magia es superior a la de los sobornos, los poderosos no tienen que mostrar la billetera. Quinientos años antes del veredicto contra Sarkozy, Maquiavelo declaró en sus Discursos que «el oro por sí mismo no consigue buenos soldados, pero los buenos soldados siempre conseguirán oro». En otras palabras, los golpes le ganan al efectivo.

El poder es, entonces, la moneda más sólida en la política y crea tentaciones que no se puede exorcizar, pero hay que contenerlas y controlarlas. Por eso las democracias diseñaron una intrincada separación de poderes. Sobre todo, una Justicia independiente (algo por lo cual los déspotas no tienen que preocuparse). La condena de tres años dictada contra Sarkozy, quien entre el 2007 y el 2012 fue la persona más poderosa de Francia, muestra que el sistema está funcionando.

La señal que envió el tribunal parisino llegó en un momento perfecto. Se dice que la pandemia del covid-19 afectó a la separación de los poderes y sesgó el equilibrio hacia un poder ejecutivo avaro, que amenaza la libertad en nombre de la seguridad. ¿No son los confinamientos el primer paso hacia la servidumbre?

Por otra parte, el autoritarismo prolifera en Europa del Este y los hombres fuertes gobiernan desde Budapest hasta Pekín, pasando por Brasilia. Incluso en Estados Unidos, la democracia más antigua del mundo, el expresidente Donald Trump pasó cuatro años atacando al poder judicial (y amañándolo), e incitó una violenta insurrección en el Capitolio, sede del Congreso de EE.UU.

Con este telón de fondo, el veredicto contra Sarkozy (que él apelará) envía un mensaje reconfortante en épocas difíciles. El fiscal financiero Jean-François Bohnert destacó el significado simbólico de un caso que implica a un «expresidente de la República que en algún momento fue garante de un poder judicial independiente». Como detalló el tribunal en su dictamen, Sarkozy «usó su cargo de expresidente [...] para recompensar a un magistrado por brindarle beneficios personales».

Sarkozy no es el primer presidente o funcionario de alto rango francés en pasar por el banquillo. Jacques Chirac, presidente entre el 1995 y el 2007, fue condenado en el 2011 por mal uso de fondos públicos mientras era alcalde de París. François Fillon, ex primer ministro de Sarkozy, fue sentenciado en junio del 2020 a cinco años de prisión (tres en suspenso) por malversación de fondos. Christine Lagarde, que ahora dirige el Banco Central Europeo, fue declarada culpable de «negligencia en el uso del erario público» mientras era ministra de Economía con Sarkozy. Jérôme Cahuzac, el ministro de Presupuesto del presidente François Hollande, fue sentenciado en el 2016 a tres años de prisión por fraude fiscal.

Ahora, la frecuencia de esos delitos sugiere un patrón deprimente: la erosión progresiva de la confianza pública en el mundo occidental. Estos incidentes alientan las sospechas de que los políticos usan su poder para beneficiarse a sí mismos o a sus partidos.

En realidad, los ciudadanos no debieran sentirse mal. De este lado de los países neoautoritarios como Hungría y Polonia, la nave democrática del Estado no se hunde, sino que avanza, sin importar cuán fuertes sean los vientos en contra. El Estado de derecho y la separación de poderes, consagrados en todas las constituciones occidentales, siguen firmes, incluso en épocas peligrosas cuando las catástrofes económicas y sanitarias atormentan el alma.

De hecho, los votantes se han tornado más sensibles a las fechorías. Es plausible suponer que durante la Cuarta República Francesa (1946-58), ni que hablar de la Tercera (1870-1940), los ex jefes de Gobierno no hubieran recibido una condena de tres años. La transparencia y la rendición de cuentas son el nuevo grito de batalla en la arena democrática.

Los Gobiernos se rigen por la ley, no por las personas 

Pensemos en Italia, conocida como la tierra del arrangiarsi: el arte de arreglárselas, de tener cintura. Sin embargo, Silvio Berlusconi, primer ministro durante tres períodos, fue acusado docenas de veces. Finalmente, en el 2012, fue sentenciado a cuatro años por evasión fiscal. Mejor tarde que nunca.

Y luego tenemos a Trump -heredero de Berlusconi al puesto de populista en jefe del mundo- quien trató de intimidar y aventajar al poder judicial y al Congreso. Sin embargo, cuando la democracia estuvo en juego, como ocurrió en los meses después de la elección presidencial del 2020, hasta aquellos a quienes designó en el Tribunal Supremo fallaron en su contra. La ocupación del Capitolio por sus partidarios el 6 de enero demoró brevemente, pero no alteró, la confirmación por el Congreso de la elección de Joe Biden como presidente. Las instituciones fueron más poderosas que la turba.

Desde Francia hasta Estados Unidos, los países democráticos están afirmando un principio fundamental: el Gobierno se rige por la ley, no por las personas. Ese es el mensaje de nuestro tiempo que debiera tranquilizar a las Casandras que creen que el despotismo está de buena racha. Hay quienes se quejan de que Sarkozy, si rechazan su apelación, solo tendrá que cumplir un año de condena (y desde la comodidad de su hogar, solo custodiado por un brazalete electrónico).

Sin embargo, la mayor lección de este drama de crimen y castigo es la supremacía del derecho, que se retrotrae a la Carta Magna inglesa de 1215. Sus 63 cláusulas se reducen a un único mandamiento: nadie está por encima de la ley.

Traducción al español por Ant-Translation Josef Joffe es miembro del Instituto Hoover de la Universidad de Stanford, forma parte del Consejo Editorial de Die Zeit y enseña Política Internacional en la Escuela Paul H. Nitze de Estudios Internacionales Avanzados en la Universidad Johns Hopkins. © Project Syndicate, 2021.