Vladimir Putin (San Petersburgo, 1952) apenas había dejado de gatear, y el Pacto de Varsovia estaba a punto de dar a luz. La Guerra Fría, en cambio, entraba ya en su fase adulta. Pero en marzo de 1955, el magnate de la prensa William R. Hearst logró permiso para viajar por la URSS junto al fotógrafo Cartier-Bresson. La Voz publicó sus crónicas.
16 mar 2022 . Actualizado a las 15:46 h.«Mi conclusión es que la orden del día para los Estados Unidos y sus aliados, frente a Rusia, debe ser: firmeza sin provocación, y optimismo sin complacencia». Así resumía William R. Hearst —hijo del personaje en el que se basó Orson Welles para Ciudadano Kane— las impresiones de su aventura de tres semanas por aquella URSS que se encaminaba hacia el posestalinismo.
Hearst pudo entrevistarse con algunos de los líderes soviéticos del momento, en plena transición de Malenkov a Bulganin, ya con la sombra de Krushev (el dirigente que calentó la Guerra Fría) al fondo, y se encontró con «un país que cuenta, grandemente, con la indecisión del mundo occidental», según el relato que reprodujo nuestro periódico. Era la gran Rusia agazapada tras el telón de acero a la que Putin, el hijo de un excombatiente y una empleada de fábrica que entonces contaba con tres años, sueña ahora con devolver sus días de gloria, afirman algunos politólogos.
Pero no todo era oro lo que relucía en aquel país que inspiraba el temor de todo occidente. Al menos en las crónicas de Hearst, que además de Moscú y San Petersburgo (entonces Leningrado) recorrió algunas poblaciones rurales e industriales. Fueron ocho entregas, con las fotos de Cartier-Bresson las que publicó La Voz de aquel viaje, anunciado con gran pompa. «Un periodista americano asombra al mundo al lograr entrevistarse con los dueños del Kremlin». Esta es una síntesis de aquel relato por entregas, con sus titulares y alguna de las reflexiones de Hearst, que meses más tarde recibiría el Pulitzer:
Un día de cualquier ciudad soviética convencería a cualquier muchacha norteamericana, u obrero de fábrica o de oficina, de que, comparados con las condiciones en Rusia, los EE.UU. son el paraíso del proletariado.
Los nuevos dirigentes de Rusia pueden ser brutales y despiadados, pero no son paranoicos. Saben que la posibilidad de salir victoriosos de un conflicto nuclear es remota. Pero hay mucha palabrería hueca en su verborrea soviética».
3. «Los rusos quieren por ahora la paz, porque necesitan ganar tiempo»
Es una nación de 200 millones de almas en relativo grado de retraso que trata de amoldar sus recursos a un esquema desde el que pueda rivalizar con el poderío de Estados Unidos. Un pequeño grupo de burócratas tienen una autoridad que alcanza todas las fases de la vida. Un poder tan inmenso que se hace difícil de comprender para los acostumbrados a la libre iniciativa.
Como en el caso del burro y la zanahoria al pueblo soviético se le presenta la esperanza de que si empujan la barca un poco más fuerte eventualmente será posible aumentar, una vez más, la producción de artículos de consumo. Por eso es que estimamos que debemos expresarles nuestra condolencia y nuestra simpatía.
En Rusia no hay comunistas, ni arriba ni abajo. Este sistema se desarrolla a base de un capitalismo de Estado. Cualquiera que trate de practicar el comunismo aquí será fusilado por desviacionista. Por ello no pude evitar la impresión de que el soviet se dirige hacia un capitalismo a ultranza».
La más elevada esfera de la sociedad soviética «sin clases» es una élite administrativa basada en los puestos que se ocupan en la burocracia y la estructura de producción, adornada por los máximos nombres del teatro, la ópera y el ballet».
7. «Día y noche hay mujeres paleando nieve en las calles»
La mujer media que uno ve por las calles parece justificar que la nación sea llamada Madre Rusia. Vestida con burdas ropas, careciendo de la mayoría de las conveniencias que hacen cómoda la vida, y disfrutando de poca o ninguna consideración sobre el hombre, la mujer rusa hace una vida agobiante.
Krushev ha cambiado de política con respecto a la religión, ante el descontento popular que dio lugar a un «trabajo lento»: condenó la persecución del pueblo por motivos religiosos y dictaminó que la educación científica debe usarse para propagar el credo del ateísmo. El descenso en la producción cesó.
Todo esto (y mucho más ahora en la voz.es) lo contó Hearst a nuestros lectores en 1955. Pero antes se lo confió, según explicaba en el periódico, a Winston Churchill. Se fumaría un buen puro mientras lo escuchaba.
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