Desde hace más de 600 años se dedica a la pesca de este animal, cuya carne «desintoxica» y al mismo tiempo trata para su conservación
13 jun 2022 . Actualizado a las 08:56 h.En el primer contacto con Reikiavik, uno se pregunta dónde reside el encanto de esta capital que es más bien un pueblo pesquero. Sus calles vacías y artificiales no invitan a recorrerla, pero su sol de medianoche y los volcanes nevados que envuelven su bahía sí explicitan que no se trata de un lugar habitual. Como imantadas, las montañas negras y rocosas engullen al visitante hacia la península de Snaefellsnes.
Una única carretera rodea poco a poco las estribaciones del enigmático volcán Snaefellsjökull, que inspiró a Julio Verne su viaje al centro de la tierra, y determina el avance de los escasos coches hacia maravillas como la cascada de Kirkjufell y la bahía de Dritvík hasta depositarlos en la localidad de Stykkisholmur. En una de sus escasas desviaciones, el camino ofrece visitar una extravagancia de este extravagante paisaje. Se trata del museo del tiburón de Bjarnarhöfn, que concentra una de las tradiciones culinarias más particulares del océano Atlántico. En un hangar repleto de instrumentos de pesca, esqueletos de tiburón e incluso la barca que utilizaba su familia, Gudjon explica las particularidades de su oficio como curador de tiburón: «La carne de tiburón es excepcionalmente tóxica —tranquiliza al visitante con una sonrisa—. Lo más excepcional es que el proceso de desintoxicación y de conservación, en este caso mediante la fermentación, es simultáneo, algo único en el mundo», dice. En concreto, los islandeses llevan pescando tiburón ártico unos 600 años. Al principio, solo interesaba extraer el hígado para producir aceites, pero la necesidad y el ingenio llevaron a este pueblo marinero a entender cómo aprovechar la carne desde hace unos cuatro siglos: «Debe fermentar entre seis y nueve semanas a temperaturas muy frías, pero sin congelarse». El propio Gudjon, «con el instinto», identifica cuándo se puede pasar a la fase de curación, que dura unos tres meses. Señala por la ventana, donde otro hangar de madera y sin paredes protege grandes trozos de tiburón secándose a la intemperie. Las montañas y pronunciadas cascadas, al fondo, dotan a este proceso de una épica milenaria. Junto al pequeño almacén, el olor a amoníaco es disuasorio.
También lo es el primer consejo para probar esta delicatesen islandesa: «Tápense la nariz y acompáñenlo con un poquito de pan». El grupo de voluntarios se reduce.
Gudjon sitúa sobre la mesa dos pequeños tarros, con pan negro y diminutos cubos de tiburón. Los visitantes buscan el agua con la mirada, pero no hay. Momento de valentía vikinga. Al primer contacto, la carne, de un blanco destellante, se deshace contra el paladar. Pero enseguida se vuelve de una textura gomosa que recuerda a la anguila. Según se mastica, el sabor a amoníaco se apodera de la parte superior de la boca y asciende hasta la nariz como una gran arcada. Gudjon lo presencia como si el museo hubiera sido creado para burlarse del viajero.
Pero él también lo come con gusto y entra en detalles: «Es una comida curada, como el jamón, sin ahumar ni salar ni cocinar. Es sanísima e incluso la recomiendan para tratamientos de estómago». Además, es uno de los aperitivos más populares y apreciados en el país, especialmente acompañado del brennivín, licor también llamado muerte negra. Estas instalaciones generan el 70 % de la producción nacional, casi todo a manos de Gudjon, con la ayuda de su hermano. Aunque pretende empezar a exportarlo, solo utiliza tiburones árticos capturados accidentalmente por barcos de arrastre, dado que su pesca, aunque legal, es compleja por las profundidades a las que vive este gran animal. Oscilan entre los tres y cinco metros y los 600 y 1.200 kilos.
La carne de tiburón es uno de los elementos más característicos de una gastronomía en la que abundan presas poco habituales en las dietas europeas, como las focas, los frailecillos, el caballo o la ballena. Aunque pueda parecer poco acorde a los tiempos, la escasa población de la isla no demanda una producción intensiva, lo que deja a salvo a estas especies con las que se compensa la falta de otros recursos vegetales y ganaderos.