Dos décadas de incógnitas tras el secuestro del teatro Dubrovka de Moscú

Brais Suárez
Brais Suárez OPORTO / E. LA VOZ

INTERNACIONAL

Foto de archivo de soldados recuperan a heridos y muertos del interior del teatro Dubrovka.
Foto de archivo de soldados recuperan a heridos y muertos del interior del teatro Dubrovka. ITAR-TASS

Uno de los mayores actos terroristas de la reciente historia rusa, con 170 muertos, todavía deja más preguntas que respuestas

27 oct 2022 . Actualizado a las 09:26 h.

El musical Nord-Ost marcó un antes y un después en la escena artística rusa. Estrenado en el 2001 y basado en la novela Dos capitanes, del soviético Veniamin Kaverin, fue la primera superproducción de este género nacional, que arrasó en crítica y público en el teatro Dubrovka de Moscú. Sin embargo, pasaría a la historia por su función del 23 de octubre del 2002, cuando un grupo de terroristas chechenos tomó como rehenes a los espectadores y los actores. 

Entonces, el contexto era confuso. Rusia había entrado en los 2000 subida a una ola de crecimiento sin precedentes. Con el nuevo Gobierno del sobrio Vladimir Putin, el país sentía estar domando el capitalismo salvaje que lo había atenazado durante la década de los 90 y encaraba una sólida fase de prosperidad que se prolongaría hasta la crisis del 2008. Consolidaba además sus relaciones con el bloque occidental y su democracia parecía asentarse. Sin embargo, la violencia derivada de mafias y pobreza se trasladaba a un escenario mucho más amplio y amenazante: varios atentados sacudían el país desde 1999, causando cientos de muertos. Los más trágicos fueron las explosiones que derribaron varios bloques de viviendas en tres ciudades rusas y que sirvieron al Gobierno para acometer la segunda guerra de Chechenia, que duraría diez años. Para muchos, el nuevo presidente era la solución frente a estos ataques, pero otras voces empezaban a sospechar que también había sido la causa.

En ese contexto bélico, ocurrió la tragedia del teatro Dubrovka, que el poder reivindicó como símbolo de su lucha contra el terrorismo y que la creciente oposición interpretó como la faceta más despiadada del nuevo régimen. Todavía hoy quedan más preguntas abiertas que posibilidades de resolverlas.

Por ejemplo, cómo es posible que un grupo de 50 terroristas lograra llegar a Moscú con armas y explosivos y entrar en uno de los teatros más populares. Lo hicieron a mitad de la función, cuando se representaba una escena militar, así que muchos espectadores tomaron la irrupción como parte del espectáculo. Pero los disparos al aire y las 25 mujeres con cinturones-bomba que estaban entre el público los desengañaron.

Dieron al Kremlin un plazo de tres días para empezar a retirar las tropas rusas de Chechenia. Putin se mantuvo en silencio hasta el final del segundo día, cuando dijo que no pensaba permitir que los terroristas lo «llevaran de la correa». «[En ese momento] entendimos que había muy pocas posibilidades de salvarnos, que nadie nos necesitaba», diría una de las secuestradas. Todo pasaba por la fuerza.

Pero hasta entonces, reinó la confusión. Durante tres días, 926 rehenes subsistieron sin apenas agua ni comida, sin siquiera ir al aseo. En el exterior, «se generó una imagen de caos absoluto, nadie dirigía las negociaciones, hablaba [con los terroristas] quien pasaba por allí», describió la periodista Katerina Gordeeva. De hecho, otro misterio: todavía hoy no se conoce con exactitud la composición del equipo de rescate. Sí hubo optimismo cuando, por mediación del alcalde Yuri Luzhkov, del opositor Borís Nemtsov y de la periodista Anna Politkóvskaya, fueron liberados 60 rehenes. Pero «increíblemente, Putin me llamó para que nos echáramos a un lado», explicó después Nemtsov, «no quería que ascendiera nuestra popularidad». Politkóvskaya afirmó que, igual que las explosiones de las viviendas, el atentado había sido organizado por el Gobierno. Ambos acabaron siendo asesinados, sin culpables. 

En la mañana del día 26, las fuerzas especiales decidieron entrar. Filtraron un gas al interior del teatro, con el que durmieron a los allí presentes. Los propios secuestrados se preguntarían más tarde cómo era posible que, al ver lo que ocurría, los terroristas no detonaran sus explosivos. Tras entrar en el edificio, las fuerzas de seguridad asesinaron a los 40 terroristas dormidos. ¿Por qué? 

Lo más inverosímil estaba por llegar: debido a la mala organización, numerosos secuestrados no recibieron el antídoto que requería el gas, con lo que hasta 130 rehenes acabaron asfixiándose. Muchos de los supervivientes aún arrastran secuelas.

En su sentencia del 2011, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) señaló que Rusia no reveló la receta del gas ni siquiera a las autoridades investigadoras. Y, lo más grave, tampoco a los médicos que atendieron a los rescatados. El mismo tribunal confirmó la denuncia de 64 víctimas, que acusaban a las autoridades rusas de un uso injustificado de la fuerza, de incapacidad de satisfacer las necesidades médicas de los rehenes y de una insuficiente investigación del atentado. El tribunal de Estrasburgo determinó que Rusia infringió el artículo 2 («derecho a la vida») de la Convención de los Derechos Humanos.

Si a principios de los 2000 los rusos se sobreponían a la terapia del shock del capitalismo, durante lo que quedaba de década deberían sufrir la terapia del shock del terrorismo. El putinismo todavía vive del crédito obtenido, pero sus actos no hacen sino alimentar las sospechas de Politkóvskaya.