Dos monumentos se enfrentan en los dos picos más altos de de las montañas búlgaras para contar dos versiones del pasado nacional
14 nov 2022 . Actualizado a las 05:00 h.«¿Para qué vas a ir allí?», pregunta un camarero. «Pero si es horrible, está en ruinas», dice una vendedora. «No tengo ni idea de qué estás hablando», contesta alguien más joven... Son algunos de los comentarios más habituales cuando se pregunta a un búlgaro por Buzludzha. Su respuesta queda implícita: el monumento más grande de los Balcanes está completamente olvidado. Subsiste sobre las montañas, helado entre la bruma como una incoherencia, como un emblema al olvido.
Así como espanta a los búlgaros, este gigantesco ovni de hormigón abduce al turismo interesado en conocer las extravagancias arquitectónicas de la última década del comunismo. De corte brutalista por su uso del hormigón, están enmarcadas en la corriente del modernismo soviético y son tanto un desafío estético como la reminiscencia de una sociedad que se quedó en su fase potencial. El fotógrafo Frederich Chaubin, uno de sus mejores retratistas, las denomina «ruinas del futuro».
Bulgaria es la meca de los adeptos a estos vestigios que reflejan el auge y caída del otro lado del telón de acero. «Los soviéticos trajeron el comunismo y nosotros pusimos los monumentos», suele decirse. Por su belleza y por su saber estar en lo más alto de la Stara Planina (cadena montañosa) búlgara, Buzludzha es la joya de la corona. Para encontrarlo basta seguir los indicadores que dirigen a su némesis, el monte de Shipka: un mazacote de piedra clásico erigido en los años 30 para conmemorar la expulsión de los otomanos en 1878, que marca el inicio de la Bulgaria moderna.
Shipka, señalizado y restaurado, recibe al visitante con dos grandes leones símbolo del país. Son la historia buena, la que se debe enseñar y recordar. Una carretera en condiciones lo comunica con el patrimonio más relevante de esta región del valle de las rosas: las excelentes ruinas romanas de Nicopolis ad Istrum o las emblemáticas ciudades de Plovdiv y Veliko Tarnovo.
Pero hay otro camino, una tortuosa carretera que se retuerce entre sus propios socavones para conducir hasta Buzluzha, siempre señalizado por la estrella roja que lo encumbra. Nos mira desafiante desde el otro lado del valle, pero consciente de que ahora representa la Bulgaria socialista que muchos quieren olvidar. Sus ojeras de hormigón con lágrimas de hielo envejecen con una suficiencia imponente.
Bajo las órdenes del arquitecto Georgi Stilov y financiado por donaciones individuales, hasta seis mil trabajadores construyeron el edificio en 1981 para alojar la sede del Partido Comunista Búlgaro y homenajear su fundación, cien años antes en la clandestinidad de esta misma montaña. El mosaico interior de 937 metros cuadrados relata la historia de estos revolucionarios, vigilada por el rostro de un Lenin ya lacrimoso y de perilla congelada. Aunque sus elementos responden a la tendencia soviética cósmica de la época, las referencias y simbolismo lo hacen más un monumento a Bulgaria que al comunismo.
Entrar no es sencillo. En una lucha que parece resumir la relación del país con el edificio, los curiosos rompen periódicamente los muros tapiados por las autoridades. En la puerta, junto a los versos erosionados de La Internacional, alguien escribió: «Never forget your past» y «Enjoy Communism» («nunca olvides tu pasado» y «disfruta el comunismo») con la tipología de Coca-Cola. En la misma pared puede leerse «vándalos del mundo, uníos», una distorsión del lema comunista que define el estado esquilmado del lugar.
La Ley de Descomunización adoptada en el año 2016 pone si cabe más contra las cuerdas el futuro de este monumento que nació condenado a perecer y que es una de las expresiones visuales más potentes de las heridas y del derrumbe de la ideología comunista. En Buzludzha, la hoz y el martillo pierden su significado, pero la arquitectura sigue reivindicándose con este brutalismo brutalmente olvidado.