La guerra en la mente nunca acabará en Ucrania

Zigor Aldama DONETSK/COLPISA

INTERNACIONAL

Mujeres esperan a las afueras de una clínica en Járkov.
Mujeres esperan a las afueras de una clínica en Járkov. SERGEY KOZLOV | EFE

Las autoridades sanitarias requieren más psicólogos para tratar a los perjudicados por la invasión de Putin

05 mar 2023 . Actualizado a las 19:35 h.

Valerii Haltsov está atrincherado en el frente de Donetsk. Desde su posición, este soldado ucraniano puede ver claramente, y sin necesidad de prismáticos, la principal ciudad del Dombás, ocupada por las tropas rusas y anexionada oficialmente por Moscú el pasado mes de octubre.

Su misión es evitar que los militares de Vladímir Putin continúen ganando terreno. «Nos atacan con todo a la vez. Comienzan con artillería y tanques, y luego avanza rápido la infantería. La situación es grave», reconoce. A pesar de ello, no pierde la esperanza. «Ahora no tenemos armamento suficiente como para montar una contraofensiva, pero espero que no se demore. Cortar la vía de suministro con Crimea es vital», explica. Lograrlo resultará caro. Las vidas que se pierdan serán cuantificables, pero las consecuencias a largo plazo son imprevisibles.

Sergii, un médico militar que nos recibe en un hospital camuflado cercano del frente, cuya ubicación no podemos revelar para evitar que sea bombardeado, señala el ejemplo de Estados Unidos en Vietnam, Irak o Afganistán para predecir lo que puede suceder. «El trauma psicológico puede ser permanente. Vemos soldados de veinte años que tienen la mentalidad de hombres de cuarenta, y están traumatizados por lo que han sufrido», explica Sergii, preocupado por la magnitud que está adquiriendo el problema. «Al principio de la guerra, a partir del 2014, aquí recibíamos cuarenta heridos en nueve meses. Ahora tenemos cuarenta heridos cada hora», informa.

En shock

Haltsov es uno de ellos. Y él necesita tanto cuidados físicos como psicológicos. Afortunadamente, sus heridas no revisten gravedad. «Sufrí unas contusiones durante el combate», relata. Pero su mente no está donde debe. Y él sabe bien lo que eso puede provocar, porque su hijo, Artur Haltsov, se tiró del tercer piso de un hospital en Dnipro cuando tenía 24 años. «Fue uno de los primeros soldados que se enfrentó a los rusos, en el 2014. Participó en un combate en el que solo él sobrevivió.

Tuvo que recoger los pedazos de un compañero y ahí entró en shock», recuerda su padre. Con poco tacto, el personal del hospital le pidió al joven que sacase los cadáveres de dos ancianos. «Fue la gota que colmó el vaso. Le preguntó a la enfermera cuánta altura había desde la ventana al suelo y se tiró. Los médicos lo dieron por muerto, pero al cabo de unos meses, y con solo 37 kilos —medía 1,80—, recuperó la consciencia», continúa Haltsov.

Ahora vive con la mitad de su cuerpo totalmente paralizado, y está reconocido con el máximo grado de discapacidad, por lo que recibe poco más de 2.000 grivnas (50 euros) de pensión. Sufrir heridas incapacitantes y ver morir a compañeros son los dos grandes miedos de los soldados. «Algunos llegan con convulsiones, incapaces de coordinar su cuerpo por el shock. No tenemos problemas en el suministro de medicamentos, pero nos faltan psicólogos. Esperamos que especialistas extranjeros puedan venir a trabajar con nosotros», explica Sergii en uno de los tres edificios que ocupa el hospital.

Todo el equipo médico trabaja con miedo a ser bombardeado. «Tenemos distribuidos a los pacientes por todas partes, para minimizar el número de víctimas en caso de que nos ataquen, y lo mismo hacemos con los suministros», dice Olga Horin, jefa de enfermeras de un hospital que recuerda a los de campaña de la Segunda Guerra Mundial.

Cinco días y vuelta al combate

Los civiles, sobre todo ancianos residentes en los pueblos de los alrededores, «irreductibles que se resisten a marchar», reciben asistencia en camillas frente a ventanas tapadas por completo con sacos terreros, sin más privacidad que la de una sábana tendida de un lado a otro. A los militares solo se les dan primeros auxilios en los casos más leves, el resto es derivado a otros centros más seguros.

«Tratamos a quienes sufren depresión e irascibilidad, los problemas psicológicos que primero se manifiestan. Pero solo pueden estar un máximo de cinco días. Les convendría volver a casa, pero luego regresan al frente», cuenta Sergii. El estado anímico del personal médico también sufre.

«Somos profesionales y tratamos de distanciarnos de lo que vemos, de actuar con frialdad. Pero veo muchos veinteañeros que me recuerdan a mis hijos y es imposible no sufrir con ellos», admite el médico.

En el bando enemigo, las consecuencias no serán menores. «Yo creo que a los rusos les dan algo para combatir, porque siguen avanzando aunque les bombardeemos. Se acercan a cincuenta o setenta metros, los vemos morir y los oímos gritar cuando piden ayuda. A muchos ni los retiran del campo de batalla», afirma Haltsov.

A todo esto habrá que sumar el trauma colectivo de una sociedad que ha tenido que huir de sus hogares y vive con una incertidumbre múltiple: no sabe cuándo podrá regresar a su vida, si podrá ganársela como antes, y si en ella le acompañarán sus seres queridos. Es un estado de ansiedad a nivel nacional que crece cada día, porque los militares ucranianos ya no son solo profesionales: cualquier hombre puede ser llamado a filas, y cada vez son más quienes tienen que empuñar un fusil por primera vez.