El «oro blanco» permite recorrer la historia y la geografía de la isla de Madeira, que se desarrolló a partir de este cultivo
17 jun 2024 . Actualizado a las 23:05 h.Las terracitas de la apodada plaza amarilla son el principal punto de encuentro de Funchal. Por las estadías de Cristóbal Colón se llama formalmente la Praça de Colombo, lo que da una pista de la importancia que Madeira tuvo como lanzadera para la conquista de América. No es menos simbólico que el edificio más monumental aloje el Museo de la Ciudad del Azúcar, que recorre la historia local a través de esta materia prima que todavía marca, junto al turismo, el pulso de la isla. Bajo el solar, los hallazgos de una excavación revelaron cómo el azúcar ya definía el día a día desde finales del siglo XV.
El idilio comenzó inmediatamente después del descubrimiento de la isla, en 1419. Es el Infante Dom Henrique quien ordena la producción y el comercio de azúcar, que pronto exigen a la entonces pequeña población de artesanos, hoy capital, expandirse territorialmente, hasta constituir la ciudad de Funchal en 1508. El azúcar, que ya se exportaba hacia el Mediterráneo y el norte de Europa, atraía tanto al comercio como a la piratería, y varios fuertes aún recuerdan la necesidad de defenderse de los corsarios, que buscaban lo que ya se conocía como oro blanco y su más destilado refinamiento: el ron.
En el siglo XVI, Madeira ya era el mayor productor del mundo y su azúcar rivalizaba en calidad con el de Egipto, Sicilia o Marruecos gracias a la abundancia de agua y la capacidad de los molinos, alimentados por la accesible e interminable madera que puso nombre a la isla.
La producción de azúcar impulsó también el desarrollo de lo que se transformaría en motor económico de Portugal durante siglos: el comercio de esclavos. Primero, con los guanches de Canarias y pronto con nativos de Guinea. Se concibe aquí un sistema de producción colonial gracias al trabajo de esclavos negros importados, que se desarrollaría después en América.
La brutalidad se purga con el arte, que también llega de mano del azúcar. Su fama atrajo a comerciantes italianos, ingleses y flamencos, que fueron los principales compradores y redistribuidores. Algunos se mudaron a la isla y comenzaron a importar arte flamenco, como pinturas, trípticos, retablos… que a menudo servían de medio de pago. Y que ahora son un reclamo turístico, en el Museo de Arte Sacro o en la catedral de Funchal, de una monumentalidad extraordinaria.
El paisaje de Madeira, tan generoso como exigente, no se queda atrás. Es un oxímoron y una hipérbole a la vez. Lo da todo, pero no lo pone fácil, porque la abundancia de recursos exige grandes esfuerzos. Los bancales son aún hoy construidos a mano, piedra a piedra de basalto, allí donde (y esto es en el 90 % de la isla) los camiones y los tractores no llegan. Los vendimiadores trepan en vertical, cargando con las cubas de uvas, de plátano o cañas de azúcar, hasta dejarlas en la carretera más cercana. Las épocas de recolecta revolucionan la isla: arrasan los campos, saturan las carreteras y las riegan del serrín que esparcen los camiones.
Siguiendo esos terrones de madera, el azúcar sigue una ruta que muestra el eclecticismo del paisaje, fruto de la orografía y de los cientos (dicen los habitantes) de microclimas que aquí se suceden en cuestión de horas. Los cañaverales están en un sur tropical, de vegetación alocada e incontenible. En Ribeira Brava, Ponta do Sol o Calheta. Una vez recogidas, las cañas cruzan los altos picos del interior para llegar hasta una costa norte más arisca y atlántica. Allí, en Machico, se puede visitar libremente la destilería Engenhos do Norte, que convierte el oro blanco en ron.
Un ron esencial para fortificar sus reconocidos vinos dulces, que encajan con una cocina que se atreve a echar plátano y maracuyá al pescado frito o que eleva el queso a las deliciosas queijadas. No es raro que Madeira deje tan buen sabor de boca.