La estrategia para llevar a las urnas a los 92.660 miembros de esta comunidad alejada del mundanal ruido podría decidir las elecciones en Pensilvania
22 oct 2024 . Actualizado a las 17:10 h.La pista la dio Donald Trump en su primera campaña. Entre la lluvia de gorras rojas y carteles de Make America great again, en uno de sus mítines apareció un sombrero de paja. Los fotógrafos no se atrevieron a tomarle el rostro, porque si algo espanta a un amish es que le pongan una cámara delante. De alguna manera, el magnate de tabloides y reality show se las arregló para despertar tanta curiosidad en esa comunidad anclada en el siglo XVIII, donde a lo sumo se lee el periódico local, como para que el anacrónico personaje se atreviera a desafiar las reglas y aventurase en el ruidoso pabellón deportivo de Spooky Nook. Las instalaciones deportivas en cuestión están en Manheim, a 16 kilómetros de Lancaster, en pleno Duch Country, como se conoce a la tierra de los amish en Pensilvania.
Entrar en la región es sumergirse en un paisaje detenido en el tiempo. Los campos verdes se extienden hasta donde alcanza la vista, salpicados de enormes graneros rojos. A lo lejos, los carruajes tirados por caballos avanzan por caminos en los que a veces se oye el traqueteo de las ruedas de madera crujiendo sobre el pavimento. Las familias amish parecen salir de un capítulo de La casa de la pradera, con su ropa hecha a mano, los sombreros de paja y las mujeres con cofia. Ellas, con el delantal puesto, dedicadas a sus labores, con una piara de niños detrás. Ellos, con los tirantes, arando la tierra o trabajando artesanías en las pequeñas tiendas que bordean las carreteras, como el Amish Yard, que vende muebles hechos a mano. El bullicio del mundo moderno se desvanece al cruzar las lindes para dejar paso a un ritmo pausado y sereno. Son pacíficos, pero no les gustan los extraños.
Su gente no pone la radio, ni enciende un motor. Para ellos, los coches —y hasta las bicicletas—, van tan rápido que temen que les lleven más lejos de lo recomendable: directamente a la sociedad corrupta y depravada de la que huyen desde hace tres siglos. Se suben con calma a sus modestos carruajes de un solo caballo y, en caso de necesidad, llaman a un taxista de confianza, generalmente un vecino bondadoso. Cada comunidad tiene sus propias reglas, y algunas son más permisivas que otras, dependiendo del pastor que la lidere. Aquella noche nadie se atrevió a preguntarle al hombre del mitin si valió la pena cambiar la penumbra de su hogar, sin electricidad, por el mayor polideportivo del país, saturado de focos y música a todo volumen, pero la foto tomada por la espalda frente al escenario en el que hablada Trump, recorrió el condado de Lancaster y parte del país. «¡Vamos a ganar Pensilvania, y con ello la Casa Blanca!», prometía el magnate. «No se lo digáis a nadie, pero he oído que los dutch están votando en masa». Exageraba, por supuesto, porque esa comunidad ultraconservadora se mantiene tan alejada de la política como de la civilización, pero sí es cierto que cuando llegó el día de las elecciones, Trump obtuvo 3.000 votos amish, con los que ganó el estado a Hillary Clinton por solo 68.236 sufragios. Hablamos del 2016. En su lucha por los 20 electores que otorga Pensilvania, el estado bisagra que más puntos da para ganar las elecciones, Trump había clavado una pica entre la mayor población amish del mundo, desaparecidos ya de Europa y levemente representados en Canadá y Perú, aún parlantes del dialecto germánico con el que dejaron la Suiza calvinista, huyendo de la persecución religiosa. El despertar a la política lo evaluaron los expertos de Elizabethtwon Young Center for Anabaptist and Pietist Studies en un laborioso estudio en el que cruzaba los directorios de las iglesias locales con el censo de votantes. Que se sepa, ningún amish ha votado nunca por un demócrata. Brad, el fundador del proyecto Ballot Buggy, que no quiere revelar su apellido, ofrece llevarlos a votar el día de las elecciones, porque convencer a un amish para que se registre en el censo electoral puede ser un esfuerzo titánico, pero rentable. «El 99 % vota republicano. Y dejo en el aire ese 1 %, por si alguno se ha equivocado de casilla», dice benevolente.
«Salvar el país»
En su misión de ayudar a Trump a ganar el estado más decisivo de la contienda, el contratista de Ohio decidió invertir su tiempo y unos miles de dólares en pancartas y folletos dirigidos a los amish, a los que conoce bien por tener a algunos de vecinos. Solo pasar de su puerta requiere ganarse la confianza de esta gente amable de pocas palabras, que ni siquiera manda a sus hijos al colegio después de octavo. La plataforma política AmishPac intenta convencerlos de que «ayuden a salvar el país», pero Brad, que no quiere dar su apellido, tiene las palabras mágicas: «Les digo que si ganan los demócratas su estilo de vida se verá amenazado, porque el gobierno federal les obligará a cambiarlo».
Para los republicanos, el Partido Demócrata es el que pone en jaque las libertades individuales, con sus intentos de regular desde el uso de armas, hasta los carburantes de los coches o la leche cruda que venden los amish. Las propuestas de Harris para controlar los precios de los alimentos básicos o censurar los bulos en las redes sociales han agitado al movimiento MAGA, que la acusa de socialista y la ve como una espada de Damocles, porque si alguien sabe de bulos y teorías de la conspiración son aquellos que siguen a Trump.
«¿Libertad individual? ¿Qué mayor intromisión puede haber que la del Gobierno diciéndole a una mujer lo que puede o no puede hacer con su propio cuerpo?», replicó durante el debate de vicepresidentes el segundo de Harris, Tim Walz. Y ahí le sirvió en bandeja el caso a los que buscan el voto de los amish, quienes, por supuesto, no estaban viendo la tele, pero están siendo hábilmente cortejados en esta campaña. Para este grupo anacrónicamente conservador, el aborto es una inmoralidad intolerable que les acerca a un candidato. ¿El magnate de tabloides, que engañaba a su mujer con actrices porno y conejitas de Playboy? Brad sonríe: «Afortunadamente, no compran los tabloides, no ven la televisión, ni siguen la prensa nacional».
Las cartas echadas
El constructor de Ohio ha llegado a la conclusión de que en lo que se refiere al electorado tradicional, las cartas están echadas. «Quienes votaron por Trump en el 2020 volverán a hacerlo ahora, y la mayoría de los que votaron por Biden lo harán ahora por Harris, aunque de estos algunos están cambiando de lado», ha concluido. «Trump va a ganar, pero para que no le puedan robar otra vez las elecciones necesitamos que su victoria sea holgada y para eso la clave es traer nuevos votantes». No es fácil convencer a alguien que, por principio o por desidia, no ha votado en su vida, pero hasta ahora pocos se habían aventurado hasta la tierra de amish, menonitas y otras religiones minoritarias.
«Un amish es un voto seguro por Trump», afirma. Él solo ha conseguido registrar a 60 en las últimas tres semanas, además de difundir la idea con los 2.000 dólares invertidos en carteles para inspirar a otros. Tricia le gana. En el último mes ha registrado en el censo electoral a 200 amish que votarán por primera vez en su vida, entrando a sus casas de la mano de una amiga que lleva 20 años ayudándolos con sus limitaciones tecnológicas. En uno de esos salones donde el patriarca la informó de que ni él ni su mujer se sumarían al censo electoral, pero dejarían que su hijo primogénito decidiese por sí mismo, acabó agarrada a él de la mano mientras le hablaba con pasión de los bebés «asesinados» con la ley federal del aborto, que Trump presume de haber suprimido a través del Supremo. «Ahora veo que Dios te ha enviado para abrirnos los ojos y participar en el proceso», le dijo el patriarca de la familia con lágrimas en los ojos. «Mi mujer y yo también nos registraremos», le informó. Y con ello se abre un nuevo cisma entre quienes lo dejan «en manos de Dios» y quienes han sucumbido a las voces del mundo exterior. Si las señales dicen algo, aunque no vengan del cielo, hay 92.660 amish en Pensilvania, donde Trump perdió por 81.660 votos hace cuatro años.