Las páginas de los periódicos vienen saturadas de noticias preocupantes. Además de la amenaza latente del maldito virus, cada día se nos informa de miles de ERES; de despidos, también por miles, de obreros del mundo del aluminio o del automóvil; de centenares de miles de autónomos que arrojan la toalla y ya no vuelven a abrir sus negocios… Es decir, el panorama de cada día es descorazonador, todos lo lamentamos y nos preocupa. Y nos solidarizamos con toda la comarca de la Mariña lucense que lucha en la calle y en los despachos por mantener los puestos de trabajo, que son el sustento de la zona. Y con los cinco mil obreros catalanes que han despedido, a pesar de los esfuerzos de abogados y sindicatos. Pero hoy me encuentro en el periódico con una noticia, también de paro y de precariedad de vida, que, por su singularidad, quisiera destacar. Afecta a menos gente, quizá ni tenga interés periodístico para la gran mayoría de lectores, pero a mí me ha sugerido estas líneas por el componente nostálgico que me suscitó su lectura.
Resulta que un circo que pasó el confinamiento en un pueblo castellano, sin poder moverse de allí, donde lo sorprendió la declaración del Estado de alarma, invita ahora a todo el pueblo a una función gratuita de su espectáculo en compensación por el trato que le dispensaron los vecinos, que corrieron con su alimentación y pequeños gastos diarios. Sin poder actuar y sin poder regresar a sus hogares, vivieron de la caridad de esa gente tres largos meses. Ahora se lo agradecen con lo que saben hacer: con acrobacias, con saltos mortales sobre un trapecio y con dos payasos que tratarán de hacer reír a la gente, aunque por dentro no dejen de pensar en la triste situación en que el coronavirus los ha dejado: tirados en una precariedad preocupante. Algo semejante le pasó también a otro circo familiar de Cáceres, que tuvo que pasar estos meses del confinamiento en Monforte de Lemos, donde los sorprendió el decreto. El Gran Circo Nevada lo formaban catorce personas, de tres generaciones emparentadas, entre los que había tres menores. La cara de tristeza de todos ellos en la foto con la que se acompañaba la noticia, agrupados en un solar desangelado, quedaba fija en la retina del lector, aún en la del menos impresionable.
Hay, como ya todos sabemos, cientos de miles de trabajadores perjudicados por la situación económica en que nos deja esta pandemia. Y al lado de los circos humildes, hay otro grupo muy numeroso, que ni sale en los periódicos, ni protagoniza ningunas manifestaciones, pero que no debemos olvidar. Me refiero a toda esa gente que conocemos desde niños: los que acuden a las fiestas populares con sus humildes espectáculos destinados al público infantil. Los caballitos, los coches que chocan, las camas elásticas…, con sus luces estridentes y sus músicas trasnochadas. ¿Quién, de mi generación, no recuerda la mirada noble de aquellos tiovivos con sus caballos de cartón pintados con colores chirriantes? Pío Baroja los recordaba aún en su vejez. Pues atracciones así siguen existiendo, aunque ahora se hayan modernizado. Y siguen haciendo felices a muchos niños porque el encanto de la sencillez siempre se llevó bien con la ingenuidad de la infancia. Pero desde marzo no hay fiestas, y sus maquinarias se están oxidando por falta de uso. No entra un euro en esas casas, solo pena y angustia. Que no se nos «queden atrás», como proclama en la televisión Pedro Sánchez, porque todos les debemos mucho.