Ya sabía yo que las malas relaciones Iglesia-Estado era una milonga para entretener. El ministro José Blanco y el obispo Carrasco han firmado un convenio para restaurar la catedral de Lugo, esa joya tan poco conocida y menos valorada por los propios lucenses. Blanco y Carrasco, o sea, el ministro socialista y el obispo católico, se han puesto de acuerdo y salen en las fotos dándose la mano y sonriendo. Pasarán a la historia como ejemplo de concordia, civilidad, espíritu de entendimiento y superación de diferencias.
Sería bueno que otros, políticos y no políticos, les copiasen el gesto. El presidente del Congreso, José Bono, es católico practicante y he leído en alguna parte que el ministro José Blanco no renuncia a sus creencias religiosas.
Esto tiene mérito sabiendo que el Gobierno socialista de Zapatero ha tenido importantes conflictos con la jerarquía eclesiástica. Pero yo pienso que la clave está en que ambos son gallegos. Blanco es político que maneja con soltura las relaciones. Ahí está inaugurando el AVE de Valencia, abrazado al Rey, y saludando al Papa cuando vino a Santiago.
Blanco daría un excelente ministro de Asuntos Exteriores y no digamos embajador en la Santa Sede, donde otro gallego, Paco Vázquez, ejerce de cardenal laico. A los gallegos nos va la diplomacia. Ya sé que me van a decir que por el medio está la política y los votos. Y, ¿qué?
Yo prefiero un ministro que se santigüe a uno que me niegue la paz en la misa. Es fama, además, que hablando de política, la Iglesia es madre y maestra. ¿El abrazo Blanco-Carrasco es, pues, político?. Nada que objetar.
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