«Nunca me abandones»
R.?U., 2010. Director: Mark Romanek. Intérpretes: Carey Mulligan, Keira Knightley, Andrew Gardfield, Charlotte Rampling. Ciencia-ficción. 104 minutos.
La ciencia ficción conoce muchos caminos y es un alivio adentrarse en aquel que huye de los efectos especiales. Que sea creíble, que el lector o el espectador la viva como algo real, que trate los problemas humanos colocados en un mundo distinto al que conocemos, era regla de oro de los precursores del género y hoy abandonados por el cine-espectáculo. Donde los límites entre la realidad y la fantasía se estrechan se sitúa Nunca me abandones, cuyo título castellano no respeta las sugerencias del original, que hablan más bien de un No me dejes ir, en clara referencia a la muerte prematura. Es la historia de un triángulo de amistad y amor entre dos chicas y un chico, criados en una sociedad amoral, que los educa como clones destinados para trasplantes, seres humanos que conocen su fecha de caducidad que llega normalmente con la segunda o tercera donación, poco después de cumplir 25 años.
Desconocemos la novela que inspira la película, escrita por Kazuo Ishiguro, japonés afincado en Inglaterra, pero no deja de ser curioso que otra obra del autor ya fuera la base de Lo que queda del día, donde un personaje «normal», interpretado por Anthony Hopkins, sufría los mismos males de miedo al amor, al sexo y a la muerte, que estos tiernos clones del filme que nos ocupa.
Es inevitable evocar a los replicantes de Philip K. Dick y Blade Runner, pero Nunca me abandones está claramente influenciada por el mito de Prometeo, el Frankenstein de Mary Shelley y por un pequeño clásico olvidado de la SF, Mandrágora.
La película tiene un extraño atractivo, difícilmente definible, que se revaloriza a medida que avanza la acción. La música de cuerda de Rachel Portman juega a la contención, pero finalmente acaba siendo arrebatadora. La melancolía de los escenarios invernales, decorados contemporáneos y la interpretación de los actores, con las bridas bien puestas, es muy eficaz, sobre todo la de esa muñeca ligeramente pepona y eternamente joven que es Carey Mulligan. El trabajo con los objetos inanimados, juguetes rotos, telas rasgadas enganchadas a las ramas de los árboles, crea una atmósfera asfixiante y poética. Quizá no estamos ante un filme redondo, ni brillante, pero lo recordaremos con el paso del tiempo y esto, en la era de celuloide fungible que vivimos, ya es mucho.