Recurriendo al tópico, ayer fue la noche mágica, en la que Lugo se llenó de hogueras para al igual que los romanos, conmemorar el solsticio de verano en el que sacaban a la calle todos los útiles de desecho que tenían en sus viviendas en Roma para quemarlos. Cuando era chaval, había tres fogatas que superaban a las otras que se instalaban por los barrios. Estaba la de Domingo Tallo, en la Fonte dos Ranchos y en la que se incluía orquesta y sorteo de un cabrito. Luego, la de Montirón, con verbena y reparto de sardinas, y finalmente, la de mi barrio, Recatelo que se montaba frente a la Casa Cuna, y cuyos trabajos de montaje causaban la admiración de los incluseros que con sus mandilones a rayas se acercaban a la verja para ver nuestras evoluciones, recibir alguna caricia de la que estaban necesitados y caramelos.
El trabajo se repartía en dos partes: por la mañana y hasta la media tarde, recorrido por los pisos del barrio solicitando una ayuda y cuando llegaban los mayores del trabajo, se formaban las cuadrillas para buscar leña. Los tres grupos de chavales se repartían el trabajo, unos vigilando el material, otros recabando las ayudas y trayendo las ramas y los mayores cortaban la madera en las orillas del Miño. Se contaba con el apoyo material de la sierras del señor Gumersindo y de la de los Ríos, así como de los tres talleres de bicis de Recatelo: Platero, Fontao y Pinche, que surtían a la hoguera de llantas.
Al caer la noche, abuelos, padres y niños se juntaban alrededor de la hoguera para deslumbrase con sus llamas en tanto que se repartían galletas, dulces, vino y anís, comprado con las aportaciones vecinales. Todo no es ahora más que un entrañable recuerdo. O tempora, o mores.