Tristeza

Antón Grande

LUGO

11 dic 2020 . Actualizado a las 23:28 h.

Llevo tres semanas fuera de Lugo, a orillas del mar Cantábrico en donde me refugié, o eso intento, de este virus matador. He visto olas de seis metros y cuando el mar se solazaba, he ido a pescar, con más o menos acierto, pero he estado libre, o eso al menos me parece, de ese virus atronador que nos ataca. He paseado, tomado unas cañas y siempre a cubierto, paseando y volviendo a ver ese Cantábrico que es tan nuestro.

Ahora he vuelto a Lugo y la primera impresión que he tenido ha sido de una ciudad triste. Ya sé que la lluvia y los cielos grises ayudan a ello, pero no es mi Lugo, el alegre que conozco desde siempre.

Los bares, prácticamente cerrados, que dan una alegría callejera, no estaban, o sí, pero sin gentes a sus alrededores. Salí al atardecer, y nadie, prácticamente nadie, me encontré en sus calles desiertas con quien echar una parrafada; las terrazas, un vacio que no recordaba desde hacía tiempo.

Lugo está triste, se nota en sus gentes, cuando con las pocas que me cruzo me miran por encima de sus mascarillas, algunas que me reconocen pero yo a ellas no. Vengo del mar, abierto, con tertulias al mediodía o al anochecer y me encuentro una ciudad, la mía, comprimida, en la que es difícil localizar a mis amistades porque también se ocultan antes que salir a ver qué pasa, a pasear, a enfrentarse.

Lugo es una ciudad desierta por las tardes, el centro, en donde vivo, no es más que una sepultura de vida y la lluvia, en las calles vacías, no supone más que un odio hacia el futuro, una desesperanza de la nada.

He vuelto a Lugo, a esta triste ciudad que me ha amamantado durante muchos años y no la he reconocido. Mira que amo a Lugo, pero desde luego, esta no es mi ciudad. Esperemos al mañana, que es lo que queda.