Hay quien lo discute, hay quien dice que es la tercera y no la segunda, sin embargo, no son éstas las líneas para darle la razón a unos o a otros.
Sea la segunda, o sea la tercera, en todo el mundo, de un extremo al otro, después de Vigo, la ciudad con más gallegos en sus calles es Buenos Aires. Sí, efectivamente, hay más gallegos en Buenos Aires que en Lugo o en Ourense, incluso a día de hoy, cuando la emigración de nuestros abuelos ya se ha convertido en una anécdota que nuestros hijos no entienden.
Con esa retranca que sabe a ajada, los gallegos se han reconocido unos a otros en todos los rincones del globo; y el folklore se ha llenado de canciones, refranes e incluso chistes, más o menos afortunados, que dan fe de que gallegos los hay incluso debajo de las piedras.
Incluso en aquellos trapos, ni tan sucios, ni tan limpios, que dieron en llamarse conquista de América.
De entre ellos hubo un tipo peculiar de A Gudiña, uno al que habían bautizado Sebastián Aparicio Prado y que, por empecinamiento del mismísimo rey Felipe III acabaría en los altares.
Con un pan bajo el brazo y la mano laxa que otorgaban los contratos de la sevillana Casa de Contratación, el ourensano se estableció en la mexicana Puebla de los Ángeles, y pronto se dio cuenta de que se podría sacar unos duros domando los caballos y vacas que andaban sueltos por los alrededores.
Y por eso mismo, un gallego se ganó el sobrenombre de primer charro de América.
Pero ahí no acabó el asunto, advirtió también que, para el transporte de mercancías, un tedioso trabajo a hombros de esforzados nativos, vendría bien traerse algo de su tierra. Haciendo empresa con un carpintero, implantó en las Indias la más innovadora tecnología, única en el mundo e incomparable, a prueba de averías y sin obsolescencia programada: el carro. El humilde y artesanal carro que sus padres y abuelos habían usado en los montes ourensanos.
Pronto se llenó Puebla, y aquellos caminos estrechos que remendaban la selva, de los lamentos de la madera cargada, y también se llenó Sebastián los bolsillos de reales de a ocho al convertirse en el primer transportista de lo que se llamaba entonces Nueva España.
Para tanto dio aquello de los carros que, no mucho después, nuestro protagonista vendió el negocio y se convirtió en hacendado. Se mudó a Azcapotzalco, cerca de la actual capital, y cambió la boina por el sombrero para seguir haciendo cuartos como ranchero.
Y desde esa posición acomodada decidió traerse también de su tierra natal la costumbre de penar a los fallecidos, puede que incluso también la de temer a la Santa Compaña, porque, según reza la leyenda, amasó como si fuese a hacer una empanada, aquello de sus tierras del Día de Todos los Santos (y el día que le sigue, el de los Fieles Difuntos) y las costumbres indígenas de sus trabajadores. Lo amasó bien amasado, hasta que la masa perdió correa, y sacó del horno las primeras celebraciones del Día de los Muertos. Así se cuenta, fue un gallego el que le dio a México uno de los pilares de su cultura moderna.
Casó después, enviudó pronto, y llevado por la pena escuchó la divina llamada. Se hizo franciscano. Donó casi la totalidad de su fortuna y, ya ordenado, instauró la tradición de bendecir los vehículos nuevos, quizás porque echaba de menos sus carros. La costumbre arraigó hasta bien entrado el siglo XX.
Su entierro fue un baño de multitudes, muchos le habían tomado cariño y, tras los esfuerzos del propio Felipe III, el Vaticano convirtió en beato al ourensano y aún hoy se está pensando en santificarlo; se le atribuyan casi un millar de milagros.
Pese a ello, incluso como beato a secas, al ourensano se le toma en México como patrón de transportes, vehículos, transportistas y asuntos del ramo. Además, su cuerpo incorrupto sigue siendo reverenciado en el Templo de San Francisco de la Ciudad de Puebla.
Gallegos también los hubo en aquella conquista y de muchos se llegó a saber, sin lugar a dudas, si subían o bajaban la famosa escalera que mentaba el cachazudo Cela.