Con morriña, con ojos llorosos, pegados al recuerdo de verdes montes, ollas de cobre y pulpo servido en feriados, los gallegos han sembrado todos los continentes. Y no es algo nuevo, más bien de raigambre. Lo llevamos en la sangre, desde aquellos tiempos prehistóricos de castros y celtas o de celtas y castros, que los historiados andan a la gresca y ya no sabe uno cómo llamar a las cosas, si por el nombre o por el apellido.
Aquellos primeros gallegos ya viajaron con ansia por toda la cornisa atlántica, desde lo que hoy llamamos Cádiz a lo que viene a conocerse como Escocia, con sardinas saladas, con estaño o con el oro que luego se quedarían los romanos. Hoy no cabe duda de que, ya en aquellos tiempos, los gallegos eran marineros, viajeros y, sin duda, corajudos; tanto como para enfrentarse al océano en barcos de mimbre y cuero. Y la tradición continuó cuando llegaron los tiempos de aquella que ha dado en llamarse conquista y luego se ha reformulado como descubrimiento de América. Por un tiempo pareció que todos en aquellos enredos eran andaluces o extremeños; como si de la bonita villa de Trujillo hubieran salido buena parte de los aventureros que cambiaron el mundo para siempre. En parte, quizá porque hubo momentos en los que la corona de Castilla (aunque esto hay quien lo discute) negó a los norteños los permisos para embarcar. O en parte, quizá por mera casualidad (al cabo no había muchos con ganas de enfrentarse a las Indias).
Aun así, pese a la prohibición, gallegos, asturianos y cántabros (como el propio Juan de la Cosa, el cosmógrafo que acompañó a Colón en su primer viaje) se las apañaron, igual que los aragoneses, para colarse en estas empresas. Lo cierto es que, con patente o sin ella, que era como le decían entonces a los papeles, hubo en aquellas idas y vueltas más de un gallego, y más de dos, aunque alguno perdiera el nombre de origen a su paso por Sevilla y los anales no le reconozcan el mérito; no se debe olvidar que la todopoderosa Casa de Contratación centralizaba todo aquel papeleo y muchos tenían que esperar a orillas del Guadalquivir una buena temporada antes de marchar al otro lado de la mar océana. Por eso hay por ahí, en las crónicas, un Juan de Triana que, en realidad había nacido en Camariñas, y un Rodrigo de Dos Hermanas que había dejado mujer y dos niños en Lugo.
Pero no todos fueron polizones o indocumentados, también hubo gallegos de relumbre. Gallegos que presumieron de origen y de acento y que, por desgracia, han sido olvidados. Incluso a pesar de que algunos de ellos llegaron a ostentar los cargos más importantes de aquellos lares. Hasta siete gallegos alcanzaron el cargo de virrey con su pompa, su boato, sus títulos y sus honores. Y dejaron en las crónicas apellidos como Castro, Villamarín o Lemos (tan gallegos como los grelos). Y, de esos siete, cabe hablar del primero de ellos. Don Gaspar de Zúñiga Acevedo y Velasco, que nació en el orensano castillo de Monterrey a mediados del siglo XVI y, en lugar de un pan, se trajo a este mundo una retahíla de títulos y ditados (como le decían entonces), que no hicieron más que medrar con los años. Para cuando falleció, en la lejana Lima, allá por las tierras que conquistara Pizarro, este gallego podía haber presumido de conde de Monterrey, señor de Biedma, Ulloa y casa de la Ribera, pertiguero mayor de Santiago de Compostela y, además, también de virrey, gobernador, capitán general, y presidente de Real Audiencia, no una, sino dos veces, primero de Nueva España (lo que hoy en día conocemos como México), y después del Perú.
En suelo patrio ya se había ocupado en la defensa de A Coruña ante aquel fiasco que fue la famosa contraarmada inglesa bajo las órdenes del bellaco Francis Draque (que nunca se dice, pero en aquel desastre perdieron los ingleses mucho, muchísimo más de lo que habíamos perdido nosotros en las desventuras de la Felicísima Armada). Y ya mandando en sus cargos de aquellas Indias, organizó expediciones por mar y tierra, mandó buscar las famosas Siete Ciudades de Oro y aquellas míticas Cíbola y Quivira; hizo porque se conociese California (de donde se hablaba de criaderos de perlas) y, en consecuencia, en su nombre quedaron pueblos y puertos que, aún a día de hoy, al norte y al sur de la frontera entre los Estados Unidos y México, llevan el nombre de Monterrey.
Y como se ocupó de lo terrenal se ocupó de lo divino, en sus tiempos en Lima coincidieron abundantes santones y santos (como el famoso Martín de Porres), y tantos fueron los raros acontecimientos de aquellos días (incluso se habló de resurrección de los muertos) que al orensano lo acabaron apodando, sin retranca (de esa que pica como los pimientos de Padrón), como el virrey de los milagros.
Lo cierto es que, por lo que rezan las crónicas, fue Gaspar de Zúñiga un hombre de bien. Hay quien dejó escrito que daba limosna a los pobres, favorecía a los indios, honraba a incas y caciques locales, y no le dolían prendas en castigar a los corregidores, encomenderos y españoles que maltrataban a los indios (aun a pesar de la manida leyenda negra). Más aún, su reputación de hombre honesto era tan grande que nadie, ni uno sólo de los funcionarios de sus jurisdicciones, propuso que se llevara a cabo el Juicio de Residencia, algo a lo que debían enfrentarse todos los cargos de las Indias al abandonar su puesto, para que se juzgase cuánto bueno y malo habían hecho desde su posición de poder. Sin duda, es una pena que su nombre haya caído en el olvido, quizás sería interesante que algunos de los que hoy pelean en la arena política se leyeran la biografía de este gallego… Y que estuvieran dispuestos a someterse a uno de aquellos Juicios de Residencia. Por pedir, que no quede…