Mientras mis amigos los millenials y yo paseábamos una tarde de sábado por las cuestas del parque Rosalía salieron de la memoria los antiguos toques telefónicos. Hicieron falta varios mojitos en el centro para terminar una conversación que habló de todo aquello que había marcado nuestra adolescencia y que, con total certeza, nuestros hijos nunca llegarían a vivir.
Durante horas, recordamos aquellos tiempos en los que las llamadas perdidas hacían la misma función de un emoji en Instagram. De aquellos veranos en los que un toque equivalía a un me gusta. De cuando la vida presencial le ganaba de largo a la online. De cuando recorríamos la Avenida da Coruña en siete minutos de reloj para llegar a casa lo antes posible. Sabíamos que mamá estaría en la puerta de brazos cruzados porque llegábamos tarde, y con 14 años no era factible llevar teléfono encima. Ahora sería impensable.
Recordando y rebuscando en el baúl de los recuerdos, mis millenials y yo también hablamos de cuando quedábamos en Tilos a las cinco en punto, de las tardes de verano en el Fluvial, y de las noches subiendo y bajando por Clérigos una docena de veces. Una especie de nostalgia y morriña irrumpe siempre cuando regresamos a lugares que dejamos atrás, pero que aún ocupan parte de nuestra memoria. Y lo mismo ocurre cuando los recuerdos son dolorosos, o por lo menos es así como los recordamos. El parque en el que el primer amor se acabó para siempre, la plaza de las conversaciones hasta la madrugada y los bares de las primeras cañas. «La ciudad es la misma, pero nosotros no», decimos a modo de despedida.