No solo la morriña es patrimonio espiritual de los gallegos; aunque la llamen de otra forma, más aguda o más benigna, la sufre todo el mundo. Por la tierra la sufrí de jovenzuelo, cuando anduve por ahí, lejos de casa; ahora, de maduro, me ataca duramente recordándome otros tiempos. Es cruel este encendido sentimiento porque te hace hervir el alma, y cuando el alma hierve duele, se enternece y rezuma su dulzura. La ternura es la razón de la dulzura.
A mí este síndrome suele atacarme dependiendo de lo mustio que mi ego ande por dentro, pero llegadas estas fiestas no hay manera de frenarlo y bato el récord. Siempre vuelve, como el turrón. Unos años lo capeo como puedo y otros no. En este que acaba de irse, por ejemplo, he agotado el cupo: cuatro jueves, cuatro artículos, con este, recurriendo a mi pasado preadolescente. Y es que este corazón de almíbar mío pierde el ritmo y se entretiene en menudencias de este tipo.
Me gustaría que las Navidades no acabaran nunca, que se pudiera pedir prórroga y vivir continuamente en ese tiempo de ilusiones que no vuelve y que nos vuelve más humanos y prudentes; de hecho hasta las guerras con las treguas se detienen. Tal vez algún lector más práctico que yo se diga: pero en qué mundo de fábula vive este. Y quizá tenga razón. Sí, sé que no es posible, sé que eso sucede solamente en las películas de Harry Potter, por ejemplo.
Navidades... Bueno, se acabó la tregua, debería en mi ventana ir despertando e incorporándome al presente; no queda otra. Volvamos poco a poco a los rigores cotidianos del trajín mundano de ahí por fuera. Volvamos al invierno. Soñemos con soñar, nos queda por delante un año entero.