He deducido que el listillo que inventó la urgencia para asuntos baladíes padecía de los nervios, así es que he decidido que ya no tengo prisa. Contribuye en gran medida a ello el nivel de raciocinio al que he llegado tras mi larga travesía del desierto, y esta artrosis galopante que a mis años se ha instalado en mi esqueleto. Infiltrada hace unos cuantos sin visado alguno, ha okupado un estratégico lugar en las lumbares y se ha hecho fuerte últimamente. Desde ahí controla, conspira, manipula y sabotea socavando sin reservas mis recursos, provocando en mi organismo tal frustrante, dolorosa limitación motriz para avanzar por esta vida, que me he obligado a plantearme con sensata lucidez mental: ¿quo vadis, mamarracho, tan de prisa? Así que ahora mis paseos cotidianos de ida y vuelta con destino a ningún sitio se limitan, en contraste con el síndrome frenético de otrora, a ver pasar el tiempo junto a mí mientras circulo a ritmo suave viendo al resto competir consigo mismo, a oír piar los pajarillos, analizar el clima, sentarme a leer la prensa, solventar una cerveza y deleitarme con las obras que saturan por completo el centro, por las cuales saca pecho la alcaldesa. Desde que ocupo mi ventana aquí en el alto, sostuve siempre que ese estúpido ajetreo, ese loco frenesí de un lado a otro con el único propósito de mantenernos vivos, es un sinsentido, tiene que haber otras maneras de conseguirlo, y ahora que tengo tiempo ando con ello. Somos como los caballitos de madera de un rústico, vulgar tiovivo, que por más vueltas que dan acaban siempre en el mismo sitio. Tiene que haber otra manera, insisto. Estudio el tema. No desespere, amigo.