Antonio Fernández, maestro en A Fonsagrada en los años 40: «Dábame pena que a xente quedase analfabeta»

UXÍA CARRERA / M. FERNÁNDEZ LUGO / LA VOZ

A FONSAGRADA

Antonio Fernández en A Pobra de Burón, donde nació y fue a la escuela, que se observa justo detrás en ruinas
Antonio Fernández en A Pobra de Burón, donde nació y fue a la escuela, que se observa justo detrás en ruinas MANUEL

Fue el último heredero de las Escolas de Ferrado. Acudía por temporadas a distintas aldeas para enseñar a los niños que no podían pagarse el colegio oficial

18 mar 2023 . Actualizado a las 10:17 h.

Reducir la población analfabeta en el rural de Lugo de principios del siglos pasado fue un mérito que estuvo en manos de vecinos que decidieron recorrerse las aldeas enseñando lo básico a pequeños grupos de niños. Empezaron cobrando en ferrados, sobre todo de centeno,y terminaron haciéndolo gratis o recibiendo una escasa compensación metálica. Una de esas figuras fue Antonio Fernández, de A Fonsagrada, que heredó el modelo de enseñanza de las escuelas de ferrado, aunque en su época ya pagaban «con cartos ou tamén con patacas». A sus 94 años, recuerda que «dábame pena que moitos quedasen analfabetos».

 La historia de Antonio «élle moi larga», adelanta. Nació en 1928 en A Pobra de Burón, la antigua capitalidad de A Fonsagrada. Toda su vida se dedicó al campo, incluso desde niño. En aquel momento, no se podía acudir a la escuela hasta los siete años. En la aldea donde nació ya había un colegio oficial, a diferencia de en gran parte del amplio concello. Estudió en aquella escuela hasta que tuvo que hacer el servicio militar obligatorio.

«Cheguei a sarxento e na mili aprendín moito de outros compañeiros», asegura. En la materia que más maña demostró fue en las matemáticas, lo que le llevó a discusiones —amigables— con otro coronel. «El facía o cálculo co número pi 3,14 e eu 3,1416 porque así mo ensinaran», recuerda. Fernández podría haber continuado en el mundo militar, pero en Galicia tenía un «porvir» que no iba a conseguir ahí: «Non estar subordinado».

De sustituto a particular

Lo que marcó la vida de Antonio fue su capacidad para aprender rápido. Sin título ni formación oficial, cuando regresó de la mili con apenas 18 años se hizo «escolante». «Había moito nenos que non podían ir á escola oficial porque os pais non podían pagala», recuerda. Y este lucense no quería ver como muchos vecinos seguían siendo analfabetos.

Lo primero que hizo fue sustituir aun compañero en una escuela oficial. Después, compaginó la labor en el campo con las clases particulares que él ofrecía de manera extraoficial, es decir, también fuera del poder eclesiástico. La escuela la llevaba a cuestas, ya que su modo de trabajo era acudir por temporadas a una aldea concreta donde una familia o un grupo de vecinos acordaba con él que diese clase a sus hijos.

Fernández pasaba un par de años yendo a la mejor casa del pueblo para enseñar a leer y a escribir, y algo de matemáticas. Cada uno de los padres pagaba por su hijo. «Non estaba moi ben pagado, pero eu era o único mestre que había fóra das escolas oficiais». 

El veterano maestro fonsagradino asegura que, algunas veces no ganaba nada, otras la familia le daba lo que podía en especie y después comenzaron a pagarle en metálico. A Fonsagrada fue uno de los municipios lucense donde más se extendieron las escuelas de ferrado. Antonio relata que en «ferradas» de trigo o centeno cobraban las generaciones anteriores a él de maestros. Lo cierto es que en la provincia de Lugo, el pago en especie desapareció antes que en otras zonas de Galicia, como A Coruña. Eso sí, por cada niño que recibía clase pagaban la cantidad equivalente el precio que tenía el ferrado de centeno en la feria. «Cando eu comecei de mozo, aínda se veía nalgunhas aldeas o pago, por exemplo, en patacas», recuerda. 

Clases de noche con un candil de carburo

Para compaginar su faceta de labriego con la de maestro, Antonio Fernández comenzó dando clases por las noches, durante una hora y media. «Aquí chegou a luz eléctrica nas Navidades do ano 1940, e mira que fomos bastante adiantamos», recuerda. Aun así, el fonsagradino confiesa que todavía dio clases a algunos niño con un candil de carburo. No veía en la escuela ni tampoco a veces en el camino. «Tiña que camiñar de noite dous ou tres quilómetros ata chegar á aldea».

Aunque el escolante también dio clase de día para alguna de las familias que así lo pedía. «En Xestoso de Riba din clases de ía, se había un neno ía un día, se había dous nenos, dous días...». También en Paradanova dio clases a los niños de toda una familia e incluso se quedaba a dormir con ellos. «As días máis novan acabaron sendo maestras». Antonio todavía se acuerda de todos sus alumnos: «Aos que me parecían máis intelixentes gustábame levarlle caramelos».

Los medios con los que contaba, a diferencia de las escuelas oficiales, eran los mínimos. «Tiña collido cabeceiras de camas vellas que tiñan un cuadro de castaño ben limpo para escribir neles con tiza, así podíamos plantexar un problema». Al principio, no tenía ni libros ni material. 

Antonio cree que el secreto era que «sempre me gustou moito ler». De hecho, a sus 94 años todavía recibe agradecido los libros regalados de sus amigos que le llegan desde toda la provincia. «Perdín moita vista», lamento. Lo que sí le gusta ver es cómo ayudó a alfabetizar a cientos de sus vecinos.

La provincia de Lugo fue el principal escenario de los «escolantes»

La historia de maestros como Antonio Fernández se dio principalmente en las provincias de Lugo y Ourense. Según recoge el investigador lucense Narciso de Gabriel, en su publicación Escolantes e escolas de ferrado, en 1865 había en la provincia 457 de las denominadas como «escuelas privadas temporales». Los «escolantes» no eran más que los vecinos mejor formados que decidían enseñar a aquellos que no podían ir a la escuela privada. Algunos establecían su propio local, muchos en su casa, y otros eran ambulantes e iban a cada una de las aldeas. Coexistían las escuelas pagadas en metálico con las pagadas en especie, que en Lugo desaparecieron en el siglo XX. La más demandada era el centeno, seguida del trigo o el maíz. Se pagaba por niño y por temporada.

La mayoría de estos maestros compaginaban la enseñanza con otra actividad principal, la mayoría como labradores. La utilizaban como complemento económico a los beneficios que les daba el campo. El propio calendario escolar estaba condicionado al calendario agrícola. Era una actividad casi exclusiva de hombres, aunque en los últimos años también hubo maestras. Incluso los alumnos eran mayoritariamente niños.

Lo que comenzó como escuelas de ferrado por su método de pago continuó con el mismo método, pero pagado en metálico, hasta los años 70. Con la aparición de escuelas públicas y accesibles fueron desapareciendo. Su enseñanza llegó hasta las casas donde nunca podría haber entrado un libro, por razones económicas —por eso pagaban en especie— o también de territorio. «Algúns nenos estaban a oito quilómetros da escola máis próxima, como ían camiñar tanto!», apunta el fonsagradino Antonio Fernández.