Contra lo que suele pensarse, los paraísos fiscales no son un invento reciente, pero es en el contexto de la globalización contemporánea cuando han alcanzado la notoria trascendencia que ahora tienen. Por fortuna, las filtraciones de información de los últimos años -los papeles de Panamá, desde luego, pero también los llamados Luxleaks o la Lista Falciani- han traído algo de luz sobre un mundo que por su propia naturaleza es muy oscuro. No todo lo aparecido en esos documentos remite a operaciones delictivas, y ello es parte del problema: a veces, la debilidad de las estructuras legislativas permite la evasión, a través de estratagemas de ingeniería fiscal que aprovechan la existencia de centros offshore y mecanismos de secreto bancario. En otros casos, la evasión es directamente ilegal, cuando no tiene que ver con la llamada economía canalla, es decir, con el puro reciclaje de fondos procedentes del hampa en distintas versiones.
Para quien quiera adentrarse en lo que representan los paraísos fiscales como fenómeno económico, una buena referencia es el libro La riqueza oculta de las naciones, de Gabriel Zucman, en el que se intenta poner cifras a la entidad de ese auténtico agujero negro. En cálculos conservadores de Zucman y algunos otros autores, la riqueza escondida en operaciones realizadas en los paraísos -entre los que se incluirían países tan diversos como Suiza, Luxemburgo o las Islas Caimán- alcanzaba hace un par de años nada menos que alrededor de un 8 % del PIB mundial. En algunos países y regiones del mundo, los porcentajes se disparan hasta más de un 50 % en Rusia, o un 22 % en América Latina. En Europa, por su parte, rondaría el 10 %.
Hablamos, por tanto, de un fenómeno de una enorme importancia en todos los órdenes, que afecta a todo tipo de países, más o menos desarrollados. Hace ahora un año que un impresionante elenco de 300 de los mejores economistas del presente denunciaban que «aquellos territorios que permiten el ocultamiento de activos en compañías ficticias… están distorsionando el funcionamiento de la economía mundial». El asunto se hace aún más grave cuando, como viene ocurriendo a lo largo de la última década, las cuentas públicas de la mayoría de los países se ven sometidas a todo tipo de presiones, estando la deuda por encima del 100 % del PIB en buena parte del mundo desarrollado. No es difícil concluir que, en ausencia de evasión, la dimensión de ese problema sería muy distinta de la que ahora tiene.
Durante décadas, el fenómeno de los paraísos fue bastante más que el hecho inevitable que se pretendía. A propósito de ello, resultan llamativas las palabras de Jeffrey Sachs, el conocido profesor de Columbia: «Los paraísos fiscales no son fruto de una casualidad, sino que [...] son una opción deliberada de los grandes gobiernos, especialmente los de Reino Unido y Estados Unidos, con la colaboración de las grandes instituciones financieras, contables y legales que mueven el dinero». ¿Queda alguna duda de que la moderna globalización presenta aquí una de sus peores caras?
Es por eso que recientemente se han multiplicado los esfuerzos para, sobre todo, reducir el impacto del secreto bancario en ciertos lugares. La OCDE y, de una manera más retórica, el G-20, vienen insistiendo en ello. Una iniciativa interesante es el compromiso asumido por 54 países de intercambiar información financiera a partir de este año. Algo es algo. Pero la situación está pidiendo a gritos medidas más radicales. La principal debiera ser avanzar en formas de gobernanza global que permitan tratar como estados paria a esos funestos paraísos.