El G20 nació formalmente allá por el año 1999, cuando la economía internacional trataba de reorientarse en medio de las brumas que había dejado la llamada crisis del sureste asiático, en términos de fragilidad y contagio financiero. El nuevo organismo respondía sobre todo a las aspiraciones de las principales economías emergentes, que reclamaban su sitio como jugadores en un entorno global en intenso cambio, para el que la vieja fórmula del G7 se quedaba manifiestamente corta. Formaba parte del intento de poner en marcha una «nueva gobernanza global», capaz de hacer frente a los nuevos desafíos de unos flujos económicos cada vez más internacionalizados. Pronto quedó claro, sin embargo, que la cosa no pasaba de la pura retórica: estabilizada la economía con el cambio de siglo, poco se oyó hablar ya de esos asuntos.
Y así hasta que todo cambió en el otoño del 2008. Con un trasfondo de miedo al colapso general, el G20 renació en ese momento clave, levantándose como principal instancia de coordinación frente a la crisis. Sus reuniones de entonces tuvieron gran importancia para lanzar programas de estímulos masivos con el fin de hacer frente a la caída de la producción, junto con llamadas bastante firmes a atajar las tentaciones de proteccionismo y poner en marcha instancias de regulación global en los mercados de capitales. Por un momento pareció que el G20 iba a tener un gran -y muy necesario- protagonismo en la dirección de la economía mundial. Pero esa impresión no tardó en diluirse, a medida que fueron apareciendo nuevas vertientes de la crisis, como la crisis fiscal, los graves problemas del euro, la caída en los precios de las materias primas, etcétera. Ante todo eso, las reuniones del G20 volvieron a producir poco más que palabras envueltas por el humo.
Como nota positiva, sin embargo, podría destacarse que en los últimos años el organismo fue introduciendo algunas de las cuestiones problemáticas de las actuales relaciones económicas internacionales, como, de un modo destacado, la necesidad de luchar contra los paraísos fiscales. De un modo que no iba mucho más allá de lo declarativo, pero, en fin, algo era algo. En ese sentido, la última cumbre, celebrada en Hamburgo hace unas semanas, pese a haber sido una de las más publicitadas, ha supuesto un retroceso. Y es que su único objetivo parece haber sido el «frenar a Trump», es decir, impedir que el mandatario norteamericano consiguiera imponer una agenda internacional más proteccionista y más claramente hostil a la defensa del medio ambiente. La estrategia diseñada con ese fin por el organizador, el Gobierno alemán, aparenta haber funcionado, pues pocas veces un presidente estadounidense había estado tan aislado en una cumbre internacional (de hecho, se ha hablado de «una cumbre 19+1»). Pero todo eso ha colocado al G20 en una línea puramente defensiva: la de evitar que se convierta en promotor del aislacionismo económico un organismo que nació para racionalizar la globalización, poniendo elementos claros de orden en ella. Los avances en materia de evasión fiscal o de regulación de las finanzas han sido en esta ocasión muy limitados.
Un resultado, por tanto, más bien pobre, que no sorprende a quien conozca la anodina historia de esta entidad de liderazgo compartido. No es extraño que a estas alturas muchos se pregunten, ¿realmente sirve para algo el G20? Una respuesta razonable pudiera ser: a pesar de causar frecuentes decepciones, mucho peor sería que ni siquiera eso existiera.
Xosé Carlos Arias es catedrático de Economía de la Universidade de Vigo