Salvo para los amantes de la buena literatura -para los que siempre será la montaña mágica de Thomas Mann-, la palabra Davos simboliza ahora, quizá como ninguna otra, la apertura al mundo globalizado. Creado en 1971, fue en las dos últimas décadas cuando el Foro de Davos adquirió un extraordinario protagonismo en el desarrollo de los debates sobre la organización de la economía internacional. Es el lugar por excelencia de las élites cosmopolitas, a donde se supone que no deben faltar los grandes inversores, las empresas multinacionales ni, por supuesto, los gobiernos, que habitualmente han mostrado allí su cara más business-friendly. Cada año, a finales de enero, allí se cierran buenos negocios y se dibujan las tendencias del mundo que vendrá.
Cuentan las crónicas que, esta vez, en Davos reina un cierto aire de funeral. Para empezar, porque el ambiente económico general no es bueno: como acaba de recordar el FMI con su último mensaje de alerta, la economía global se desacelera y el entorno se está haciendo por momentos más volátil y peligroso. Un alto grado de incertidumbre parece estar ahora mismo por todas partes, de una manera mucho más perceptible que en los años pasados, sin que ninguna gran economía o región del mundo permanezca al margen de la corriente general de dudas.
Pero el mal ambiente que se detecta en Davos va más allá de la actual coyuntura. Se nota sobre todo en las muchas e importantes ausencias entre los dirigentes políticos mundiales de primer nivel: ni chinos, ni rusos, ni -lo que parece más significativo- el presidente francés, Emmanuel Macron, han asistido a las sesiones del foro por diferentes razones. Es innegable que el malestar de una parte significativa de la población, sobre todo en las sociedades desarrolladas, tiene que ver con la internacionalización económica; el fenómeno de los «perdedores de la globalización» es conocido desde hace tiempo, pero es ahora cuando se está convirtiendo en determinante. Por eso, por primera vez algunos importantes dirigentes entienden que su presencia en Davos no haría sino reforzar su imagen elitista, de la que necesitan alejarse: eso es algo que parece evidente y muy revelador en el caso de Macron, con el trasfondo del conflicto de los chalecos amarillos.
Pero, sobre todo, lo que esas ausencias podrían estar sugiriendo es que la existencia de una «comunidad global de negocios» está ahora mismo -a diferencia de lo que ha venido ocurriendo en las últimas décadas- puesta en cuestión. En la nueva geografía económica que se está dibujando, todavía con líneas muy inciertas, todo apunta a miradas más encerradas en los limites nacionales. Los lemas del estilo «América primero» comienzan a extenderse por el mundo, y las ideas de interés nacional y apertura se van presentando, cada vez más, como contrapuestas. Todo ello sugiere que tras la atmósfera aprensiva de Davos están los grandes interrogantes que se están abriendo en torno al futuro de la globalización.
¿Va esta vez en serio la amenaza de una espiral proteccionista? De confirmarse lo anterior, ¿se romperán las cadenas globales de valor, produciéndose el temido efecto sobre las estructuras productivas? ¿Avanzamos hacia un mundo con dos globalizaciones, una encabezada por Estados Unidos y la otra por China? Y todo ello, ¿sería realmente compatible con un desarrollo tecnológico que, esto sí es casi seguro, no dejará de avanzar y producir nuevas disrupciones en los próximos años? Son estas preguntas las que hoy verdaderamente preocupan a muchos de los que han viajado a aquella hermosa montaña suiza totalmente cubierta por la nieve.