Cada día que pasa, y cada dato que llega, van confirmando la percepción de que en los próximos años viviremos una especie de guerra fría tecnológica, con dos grandes potencias en litigio: la consolidada, la de toda la vida, es decir, Estados Unidos, y la emergente, China. Y ese escenario de conflicto se va perfilando en relación con las tecnologías más decisivas, aquellas que más repercuten sobre el resto de la economía (y de la vida social): las digitales. Desde la detención en Canadá, por iniciativa norteamericana, de la vicepresidenta de la compañía Huawei, distintos gobiernos han tomado partido en un juego complejo y tenso que cada vez parece enredarse más.
La clave está en dos hechos. Primero, si bien las principales compañías tecnológicas continúan siendo norteamericanas (Microsoft, Apple, Alphabet y Facebook), el progreso de algunas empresas chinas en esa escala es extraordinariamente rápido, por lo que no cabe descartar que alguna de ellas -como Tencent- ocupe una de las tres primeras posiciones a no muy largo plazo. Recuérdese, a propósito de esto, que el panorama hace unos pocos años era muy diferente al de hoy: hace menos de dos décadas Nokia, Motorola o Blackberry ocupaban las primeras posiciones. ¿Qué ha sido de ellas? Hoy apenas cuentan en el orden tecnológico mundial. Se trata, por tanto, de un panorama empresarial muy fluido y cambiante, en el que eventuales cambios radicales se hacen muy posibles.
El segundo hecho apunta hacia el futuro. Todo sugiere que algunas compañías chinas -y en particular Huawei- han tomado una considerable ventaja en la carrera que ahora mismo parece más decisiva de cara a los próximos cinco, o quizá diez años próximos: la del soporte tecnológico 5G, que podría multiplicar por diez la velocidad de las interconexiones. Ciertamente, de confirmarse este hecho, no dejaría de tener efectos importantes sobre el reparto de la influencia y el poder en la economía global. Eso explica que algunos gobiernos, saltándose los principios de libre mercado que dicen defender, apuesten por poner todo tipo de trabas a los nuevos jugadores, muchos de ellos procedentes de Oriente. Estamos ante lo que se ha llamado, con acierto, la nueva geopolítica del 5G, que podría marcar el escenario de la política internacional en el futuro inmediato.
Para afrontar ese entorno de complejidad y conflicto sería necesario contar con instituciones de arbitraje a escala mundial. El problema es que no existe instancia alguna en el orden de la globalización contemporánea que permita afrontar una tarea de ese tipo en el ámbito tecnológico. Como no existen tampoco en otros terrenos: es más que conocida -y en algunos momentos resaltada por organismos como el G20- la ausencia de instancias creíbles de mediación y resolución de problemas de inestabilidad financiera a escala global. Tampoco favorece nada el buen funcionamiento de los flujos transnacionales la ausencia de algo parecido a una corte internacional en materia de impagos o quiebras: recuérdese que en el 2015 la deuda soberana argentina entró en situación de default porque lo decidió no una instancia supranacional, sino… un tribunal del sur de Manhattan.
Si existiera un organismo multilateral que se encargara de esas tareas de arbitraje en materia tecnológica, y de otras que tienen que ver con otras dimensiones y aspectos de las crecientes tensiones comerciales, sería más probable un comportamiento moderado de unos y otros gobiernos que les llevaran a acuerdos. En su ausencia, en cambio, la incertidumbre y las posibilidades de que el conflicto vaya a más se ven multiplicadas.