Veo a todos nuestros políticos desmelenados. ¿No le pasa lo mismo? Abandonan, por insípidas, sus posiciones y se lanzan a buscar al votante radical. Lo hacen con ideas peregrinas, diseñadas más para robar titulares que para crear una hoja de ruta eficaz. Si alguien me preguntase cuál va a ser la política económica que aplicará Sánchez o Casado, diría que lo ignoro. Ni ellos mismo lo sabrán. Dependerá de las alianzas y del marco macroeconómico. En todo caso, hay discursos que han entrado con fuerza y que dudo que se retiren. Uno de ellos es el liberalismo económico, doctrina a la que me he unido, después de una profunda y larga reflexión. A lo que no tengo tanto cariño es a los liberales de barra de bar, a esos que a la vez que se llenan la boca hablando de transformaciones sociales se olvidan de las personas. Los que se olvidan de las personas no deberían tener acomodo en ningún partido, ni poder enarbolar una doctrina económica rigurosa. El liberalismo no es eso, sino justo lo contrario. Nadie es un número.
A nuestra civilización le empezó a interesar el ser humano, en el sentido amplio de la palabra, a medida que este se iba empoderando. El general Jenofonte, una de las mentes más brillantes de la Grecia Clásica, analizaba la administración de esclavos como si fuera un ranchero de Texas. Aristóteles solo hablaba para los ciudadanos y, entre estos, para sus patricios. Los que no existían, tampoco existían para los grandes maestros. La socialización de la aristocracia es lo que explica el nacimiento de las universidades en el siglo X. Corría un viento de paz y ya iba siendo hora de que los hijos de los nobles saliesen de las faldas del capitán de armas y conociese a sus iguales. Quinientos años más tarde, la construcción de los estados provocó un reforzamiento de la administración pública. Se crearon más universidades, entre ella la de Compostela, y dieron cabida a una alta burguesía floreciente. Pero lo invisibles seguían siendo invisibles. La revolución industrial y la complejidad de los nuevos procesos productivos le aconsejó, a las monarquías del siglo XIX, que los obreros supieran escribir, leer y dominasen las reglas básicas de cálculo. Así, por este motivo, nuestros abuelos y bisabuelos accedieron a la educación básica. Y muy a pesar de algunos. Me viene a la memoria Lord Palmerston. Deseaba encarecer el arancel del papel para evitar que los obreros leyesen. En todo caso, hablemos del año mil, del mil quinientos o del mil novecientos, las reglas de juego eran simples, la economía estaba en manos del que tenía poder. Los mercados tendían a ser monopolísticos y el ciudadano, un rehén, al que se le extraía, vía precios, toda la renta posible. Ante esto había dos reacciones, tomar el Estado y ponerlo a producir los bienes que decidiese un comité central, el comunismo, o empoderar al ciudadano, incrementándole la renta real, vía ruptura de monopolios, abaratamiento de precios e incremento de salarios por mejoras de productividad. La competencia real provocó mejoras en los procesos y estos incrementaron la productividad. El círculo virtuoso lo descubrió el Reino Unido cuando meditó, a finales del XIX, cómo calmar el descontento de los obreros industriales. Abrió sus aduanas a las granjas de los colonos africanos, arruinó a los terratenientes, pero abarató la comida, mejoró su poder adquisitivo y evitó una revolución obrera.
Hoy el liberalismo sigue necesitando del mismo círculo virtuoso, el que nace de la competencia real y se sustenta sobre el empoderamiento del ciudadano. Sin olvidar que esta Europa no es la Grecia de Alejandro, aquí todos existimos, y todos necesitamos una oportunidad, o dos o tres, y debe ser el Estado el que vele porque ello se produzca.