Las revueltas en la plaza de Tiananmén (Pekín, julio de 1989) y la caída del muro de Berlín en noviembre de ese mismo año señalan el inicio de la apertura al exterior del comunismo chino, la unificación de una Alemania que había quedado dividida después de 1945 y la aceleración de un proceso que se venía fraguando desde décadas antes: la globalización. En Tiananmén y en Berlín da comienzo el siglo XXI.
Tres décadas después de aquellos sucesos, la globalización es ya un hecho consumado y, en buena medida, irreversible. En sus inicios -en la década de los noventa-, se entendía como una ideología. Era entendida como una cortina con la que se ocultaba un nuevo ultraliberalismo depredador que abría los mercados a la concurrencia internacional, rebajando los aranceles y estabilizando los mercados de divisas, bajando los salarios, destruyendo el empleo interno y exportando los puestos de trabajo al sudeste asiático. Eran los años en los cuales algunos economistas y los partidos de izquierda habían acuñado el concepto de fortaleza europea, estrategia defensiva que trataba de aislar el mercado comunitario del resto del mundo para sostener, por ejemplo, un estado del bienestar que, según ellos, era insostenible en un mercado abierto. En esta misma línea se manifestaba por aquel entonces Paul Krugman: los perdedores de la globalización son los trabajadores menos cualificados de los países más desarrollados.
Veamos los hechos. La economía norteamericana mantiene actualmente la tasa de desempleo más baja desde 1950. Y no es algo coyuntural. Superadas estas prevenciones iniciales, debemos reconocer que la globalización ha aportado a la economía mundial un nivel de bienestar hasta entonces desconocido. Ha incrementado enormemente la variedad de productos, y las gamas de calidades, que están a disposición tanto de los consumidores como de los procesos productivos. Y la globalización es la responsable, en gran medida, de la actual estabilidad de precios. La inflación, en cuanto que patología económica, ha desaparecido de nuestro presente y de nuestras previsiones de futuro. Por si algunos se han olvidado, en 1977, cuando estábamos discutiendo el articulado de la actual Constitución, el IPC español alcanzaba el 25 % anual. La entrada en el mercado mundial de multitud de productos a precios bajos y estables es un mérito que no se le puede negar a la globalización.
Otro éxito es el haber reducido de forma muy notable las diferencias del nivel de vida entre los distintos países del mundo. El acceso a ciertos niveles de bienestar de grandes segmentos de la población de India, China y otros países del sudeste asiático ha reducido las desigualdades y asimetrías entre países de una forma importante. Si bien es cierto que aunque entre países las diferencias se han reducido, dentro de cada estado las diferencias entre trabajadores han aumentado, y a veces de forma notable. Pero esto es ya otro tema, bastante al margen de la globalización: la desigualdad que pueda haber dentro de un país es más una cuestión de educación, tecnología, competencia entre empresas...
Entre los efectos de la globalización hay uno que está tomando una relevancia muy particular: su contraposición a las identidades nacionales o, si se prefiere, su revés, los populismos. Este efecto no se lo imaginaba nadie hace veinte años. Nos ha cogido por sorpresa. Por lo que sabemos ahora, la globalización tiende a homogeneizar las particularidades nacionales (y regionales) disolviéndolas en una cultura aparentemente universal de matriz blanca, anglosajona, protestante y susceptible de consumos masivos. WASP, al decir de los neoyorquinos. Y este fenómeno afecta también a la economía americana. La América profunda y rural ve arrasada su identidad por la cultura WASP y su economía por una apertura al exterior que ha destrozado sus bases económicas tradicionales: acerías, automóvil, etc. Ahora bien, deben entender que esto no se arregla imponiendo aranceles a las importaciones chinas.
Por cierto, wasp también se puede traducir por avispa. Velutina, que diríamos nosotros.