A estas alturas, apenas puede quedar duda de que la política del presidente Trump está plagada de patologías: improvisación, oportunismo, resentimiento, agresividad; todo en dosis muy elevadas. No es extraño que la posición de Estados Unidos en las relaciones internacionales se esté convirtiendo en un factor de desconcierto general y en un problema de primer orden para todos. El país que se suponía lideraba la idea de libre comercio y mercados abiertos es ahora quien representa el máximo peligro para la supervivencia de uno y otros. Después de Trump la evolución de la economía y la política en el mundo se ha hecho mucho menos previsible y confiable.
A punto de celebrase la nueva reunión del G7, esta vez en territorio francés, la evidente tensión entre norteamericanos y chinos parece dominar todo el escenario, ante el temor de que la guerra tecnológica que entre ambos se está fraguando deje paso a tensiones geoestratégicas y comerciales que pueden duran décadas. Ante este asunto, todos los demás palidecen. Y para nosotros, como ciudadanos europeos, es crucial un segundo foco de conflicto creciente y expansivo: el del gobierno norteamericano y la UE.
Que Trump es un enemigo declarado de la integración europea es cosa bien conocida. Pero como tantas veces ocurre con este personaje, esa posición no se limita a la retórica, sino que va mucho más allá. Al igual que otros altos dirigentes de aquel país, como John Bolton o Mike Pompeo, Trump parece conjurado a hacer todo el daño que pueda a las instituciones europeas, cuyo modelo social y su fundamento ilustrado sencillamente no soportan. No es raro que su antiguo y siniestro asesor Steve Bannon se haya radicado en el viejo continente con el objetivo claro de favorecer la ruptura del proyecto paneuropeo, apoyando y coordinando a sus detractores internos.
La manifestación más evidente de todo lo que decimos está en la actitud ante el brexit, que dista de ser neutral o de atenerse a convenciones diplomáticas. Trump jalea sin disimulo a su cada vez más parejo primer ministro británico para que avance por la vía de una ruptura sin acuerdo, ofreciéndole acuerdos comerciales supuestamente maravillosos -otra cosa será que se concreten en algo- para el día en que el cisma se consume. Un comportamiento verdaderamente incendiario.
Ante todo esto, la UE ha mantenido un comportamiento en exceso prudente, casi diríamos pusilánime. Como acaba de afirmar un economista tan moderado como Jeffrey Sachs, los dirigentes europeos han intentado durante casi tres años persuadir, reconducir o seducir a Trump; pero esas armas no parecen ser de mucha utilidad con un personaje así. Peor aún: con frecuencia se han plegado a sus designios, que no tienen para nada en cuenta el interés de Europa. Un ejemplo es la actitud ante el caso Huawei, en el que al menos en un primer momento, algunos gobiernos y la propia Comisión Europea siguieron la estrategia agresiva trazada en Washington.
Frente a Trump, la única alternativa, afirma con toda razón Sachs, es plantarle oposición, abandonar la línea de apaciguamiento para intentar frenarlo de verdad. Tanto el presidente Macron como la canciller Angela Merkel parecen estar empezando a entenderlo. No sería mal momento en la próxima cumbre de Biarritz, para mostrar verdadera independencia en las relaciones trasatlánticas, avanzando en una línea más proactiva en las diversas y cada vez más frecuentes líneas de enfrentamiento entre potencias, ya se trate de China, de Rusia o la crisis de Oriente Medio. O de un modo más general, a la hora de defender un orden económico y político internacional basado en reglas.