Desde sus inicios, el ser humano ha mostrado un ansia natural por el control de su entorno y el progreso técnico. Mirando hacia atrás, el camino trazado siempre nos traslada una sensación de progreso innegable cuando nos fijamos en escalas de tiempo más lejanas; y de huida hacia adelante en tiempos más recientes. A mi modo de ver, la sensación de desasosiego que cada generación siente al analizar las innovaciones que le toca vivir es debida a la finitud del tiempo que cada uno de nosotros tenemos disponible. La mayoría de estructuras sociales y culturales que adoptamos provienen del pasado y son estas las herramientas con las que contamos para lidiar con un presente voluble y desafiante. Pero estas tradiciones, que nos dotan de estructura y actúan como receta contra la barbarie y vulgaridad, no son sino el resultado de un afán inquebrantable por alcanzar un ideal de bienestar individual y social. El avance técnico va siempre acompañado de la redefinición del ideal de sociedad y comportamiento cívico. Son nuestras estructuras sociales también un resultado de constante prueba y error. Un ensayo experimental continuo de generaciones pasadas para alcanzar un modo óptimo de organizarse y relacionarse. Del progreso técnico se encarga la ciencia y la ingeniería. De lo segundo, la filosofía, la literatura, la política y el humanismo.
La tecnología de los últimos 15 años nos ha abierto la puerta a situaciones para las que no contamos con tradiciones cívicas y culturales que nos enfoquen claramente el nuevo punto de equilibrio del bien común.
Pérdida de anonimato y explotación desregulada de datos, control automatizado de la opinión pública, distorsión de la información, automatización de empleos, enfermedades mentales producidas por la no desconexión, la realidad de un yo físico y un yo virtual. Afortunadamente, las humanidades están definiendo en este momento -ética digital, derecho a la desconexión, renta básica universal- lo que serán estructuras fundamentales de la sociedad que viene.
