Entre la batería de medidas que los gobiernos están disponiendo para evitar el hundimiento de la economía figuran en lugar destacado las ayudas públicas a empresas en dificultades. Su necesidad parece ineludible en las actuales circunstancias, lo que hace que hayan desaparecido casi por completo los prejuicios doctrinarios, hasta hace poco omnipresentes y que en este momento parecen oler a naftalina. Las ayudas -ya sean de inyección de liquidez u otras más profundas que en diversos países llegan a la toma de capital - son necesarias para salvaguardar en el corto plazo sectores enteros, pero también para evitar que esta crisis deje daños muy duraderos.
Sin embargo, hay algo en esos programas de ayuda que habría que aclarar de inmediato: las condiciones que se deben imponer a las empresas receptoras. Porque, ¿sería aceptable que semejante operación de salvamento empresarial, a una escala probablemente nunca antes vista, se diera sin establecer cláusulas muy concretas que las vincule con algún tipo de objetivos sociales? ¿Parece decente que, por ejemplo, el Banco de Inglaterra haya concedido a EasyJet un apoyo de liquidez de 600 millones de libras, cuando el mes anterior esta compañía pagó en dividendos 174 millones a sus accionistas? Cuestiones de alta voltaje político, pero también moral.
Y en ese sentido, hay que recordar que en los últimos años se ha producido una profunda revisión de «los fines de la empresa», que durante las décadas precedentes estuvieron confinados bajo el criterio de fair value, según el cual una empresa no debe guiarse más que por la maximización del valor para sus accionistas, mientras que el bienestar de trabajadores y consumidores, los efectos en el entorno y las consecuencias para la comunidad importan menos o nada en absoluto. La única «responsabilidad social» sería obtener beneficios. Esa orientación ha tenido consecuencias de gran magnitud -una obsesión cortoplacista por las ganancias, la financiarización creciente, el alejamiento de la vieja visión del empresario como capitán, preocupado por asegurar el futuro en expansión de su proyecto económico - hasta constituir un vector central del hipercapitalismo contemporáneo. Como decía, esa visión ha sido recientemente impugnada con fuerza por autores como Colin Mayer (en su libro Prosperity) que han llamado a adoptar una visión más integradora que tenga en cuenta entorno y consecuencias. Lo llamativo es que a ese reclamo se hayan sumado organizaciones tan representativas de la gran corporación como Business Rondtable o el Foro de Davos. Pues bien, este es el momento de demostrar que no se trata de mera retórica. En ese sentido, la siempre innovadora senadora norteamericana Elisabeth Warren ha propuesto que las empresas de aquel país que reciban ayudas públicas cumplan ocho exigentes condiciones: desde mantener el empleo a garantizar la representación de los trabajadores en los consejos (ocurre en Alemania o Suecia), pasando por la prohibición de las recompras de acciones. Pensando en Europa, cuando tanto se habla de someter a condiciones los fondos que los gobiernos nacionales reciban del Programa de Reconstrucción, ¿no sería prioritario insistir en esa otra condicionalidad, que recaiga con fuerza sobre las empresas sostenidas sobre un mar de recursos públicos?