La salud es lo primero. Si esto ya parecía una obviedad, mucho más lo será en tiempos de pandemia. En términos económicos, la cosa está muy clara: no habrá recuperación consistente hasta que el coronavirus haya sido vencido. La primera inversión, por tanto, debe dirigirse hacia los sistemas de salud: en cuidados médicos, búsqueda de la vacuna, producción de materiales de protección, sistemas de rastreo. ¿Qué todo ello puede tener un elevado coste? Quién piensa ahora en eso. Un amplio consenso se ha ido imponiendo en estos meses sobre lo inapropiado que sería en las presentes circunstancias echar las cuentas habituales sobre la conveniencia de este tipo de gastos.
Pero esa no es, ni mucho menos, la principal novedad que la pandemia está trayendo sobre la relación entre economía y salud pública. Recuérdese que en los últimos años esa relación se planteaba sobre todo en términos de coste y dificultades de financiación: los sistemas sanitarios son cada vez más caros y difíciles de sostener desde un punto de vista financiero. Siendo esto cierto, en los últimos meses se ha ido abriendo con fuerza otra perspectiva, mucho más rica y profunda: de pronto se ha recordado que la buena salud no solo aporta calidad de vida a las sociedades; también es un requisito fundamental para el crecimiento económico.
Por mucho que haya estado en buena medida olvidada durante años, una importante y rigurosa corriente de investigación ha demostrado que los progresos en la salud impulsan la expansión de la fuerza de trabajo y las ganancias de productividad. Así, se ha estimado que durante el último siglo, las mejoras sanitarias han aportado entre un 30 y un 40 % del crecimiento de la economía mundial. La buena salud, por tanto, se muestra como un catalizador, una precondición de primer orden para una provechosa marcha de la economía. Entre los dos fenómenos, además, se dan círculos virtuosos: mejor salud / más crecimiento / mejor salud…
En unos pocos meses ha ido apareciendo un buen número de estudios de enorme interés que ratifican esa idea. Por destacar uno de ellos, la consultora McKinsey publicó el pasado mes de julio un notable informe (Proritizing Health), en el que se analiza del impacto económico de los sistemas de salud en 200 países. Alcanza la extraordinaria conclusión de que en una perspectiva de largo plazo (2020-2040) la generalización de los progresos sanitarios podrían producir unos beneficios económicos muy grandes, que estima en un 8 % del PIB mundial; o lo que es lo mismo, su aportación al crecimiento sería de un 0,4 % cada año. Ese beneficio se daría para todo tipo de países, también los industrializados, aunque sería mayor para el mundo en desarrollo. Por cada euro invertido, afirman los expertos de McKinsey, se generarían entre 2 y 4 euros de rendimientos (para los países más desarrollados tres euros).
A partir de datos como esos, los sistemas de salud pública pasan a verse a otra luz. No solo como un elemento central de los modernos Estados de bienestar, e incluso, si se quiere, como un factor de civilización. Son también una inversión social de primer orden, al igual que lo es la educación (cuyas consecuencias para el crecimiento son aceptadas por casi todos desde hace mucho tiempo). Cuando tanto se especula con el legado que a largo plazo dejará la maldita pandemia, sus peligros y oportunidades, parece cada vez más claro que uno de los más interesantes se centrará en los propios sistemas y políticas de salud pública y su contribución a la prosperidad.