En un artículo publicado hace unos meses («La pandemia y el orden político»), el famoso politólogo Francis Fukuyama planteaba que el éxito en las respuestas a la pandemia en diferentes países no tiene que ver con su carácter democrático o no (como otros autores han sugerido), sino con las capacidades el Estado, la confianza social y el liderazgo político efectivo. La reunión de esos tres factores habría dado origen a la disposición de prácticas políticas que limitaron notablemente los daños en algunos países. Es este un argumento que cada vez reúne un mayor grado de consenso.
En mi opinión, entre los tres factores destaca el primero: la necesidad de contar con un aparato estatal verdaderamente competente. Y en este punto, está claro que en España arrastramos algunos problemas de fondo, que constituyen un viejo e importante lastre para nuestra economía, y que ahora están haciéndose ver con su peor cara. Porque en los últimos años sobre este tipo de cuestiones ha reinado un desenfoque total, al plantearse -de un modo interesado, en general por parte de los secesionistas catalanes- la cuestión de que aquí no regía una auténtica democracia. Algo disparatado, que queda desmentido por todas las clasificaciones internacionales sobre calidad democrática; el ultimo conocido es el de Bertelsmann, en el que España aparece en el puesto 16 mundial.
En cambio, donde aparecemos decididamente mal es en la caracterización institucional de nuestra economía. Hoy disponemos de numerosos estudios comparativos a escala global en esa materia, y en general la posición española en ellos es muy mediocre o decididamente mala. Por poner un ejemplo, el Global Competitiveness Index que elabora el Foro Económico Mundial incluye hasta 21 indicadores institucionales que son importantes para la capacidad competitiva de un país. Pues bien, en relación con ellos España raramente figura entre los cincuenta primeros lugares. En cuestiones tan importantes como la transparencia de las decisiones políticas o la eficiencia de la estructura regulatoria en 2018 nuestro país ocupaba las posiciones 57 y 76, respectivamente.
No se trata de algo que nos pueda coger de sorpresa. En los últimos años ese fenómeno ha sido ampliamente analizado (muy recomendable al respecto es la lectura del libro de Carlos Sebastián, España estancada). Pero en estos momentos tan difíciles y complejos, la consideración del problema del déficit institucional y las insuficientes capacidades del Estado resulta del todo imprescindible si queremos entender por qué nos está yendo peor que a otros países. La evidente descoordinación entre administraciones o las dificultades para gestionar algunos programas clave (como los de los ERTE y los préstamos del ICO) son manifestaciones importantes de lo que decimos.
Para otro día dejaremos el examen de otros factores que tampoco ayudan a sobrellevar las grandes dificultades producidas por la pandemia: el hecho de que la economía española se muestre más procíclica, es decir, crezca más en las expansiones y se hunda más en las crisis; el gran peso de sectores que, como el turismo, requieren movimiento e interacción social; o el excesivo minifundismo empresarial. Lo que ahora constatamos es que las capacidades de resolver problemas por parte de nuestro Estado son en exceso limitadas, lo que destaca más si esos problemas son de enorme entidad. Corregir ese viejo y grave lastre -algo que no parece fácil, es verdad, en el actual clima político- constituye una prioridad de primer orden para nuestra economía.