¿Qué política económica se aplicará en Estados Unidos a partir del próximo mes de enero? ¿Será muy diferente de la de Donald Trump? ¿Traerá consigo innovación, tendencias verdaderamente nuevas, o representará sin más un retorno al modelo de política aplicado por la Administración Obama, de la que el nuevo presidente fue protagonista destacado? Muchos se hacen ahora esas preguntas en todo el mundo y, aunque las respuestas no sean nada fáciles -porque allí, como todas partes la economía se mueve en un entorno de incertidumbre como no se conocía desde hace muchas décadas-, cabe atisbar cuáles pueden ser algunas de sus claves.
La primera es que la política económica norteamericana del próximo lustro será muy probablemente diferente en varios aspectos de la que estuvo en vigor hasta 2016. La razón es que los propios tiempos han cambiado: ahora el gobierno de Biden está obligado a desarrollar enormes programas de gasto -básicamente en inversión- para hacer frente, en el corto plazo, a los efectos de la crisis sanitaria, y mirando algo más lejos, a los grandes retos de la doble transformación, digital y medioambiental, ahora aceptados como absolutos imperativos por todos los grandes jugadores en la economía mundial. En relación a lo segundo -la necesidad de avanzar efectiva y rápidamente hacia una descarbonización-, por mucho que Biden no haya suscrito las propuestas de la izquierda de su partido a favor de un Green New Deal, cabe razonablemente esperar que marque importantes diferencias con la muy lesiva posición oficial de aquel país en los últimos años. No será pequeño cambio.
Volver al modelo previo a la era trumpiana también será difícil debido a la segunda clave: la compleja situación política obligará al nuevo gobierno a hacer compromisos a izquierda y derecha. Los acuerdos de Biden con los candidatos Bernie Sanders y Elisabeth Warren con alta probabilidad conducirán a políticas fiscales más activistas y redistributivas, con mayor atención a los objetivos de reducir los alarmantes niveles de desigualdad que en aquel país se registran. En esa misma dirección, un cierto movimiento hacia los sistemas de salud pública parece ahora también bastante probable, debido sobre todo a los dramas revelados por la pandemia. Y por otro lado, posiblemente aquellos acuerdos conduzcan también a un mayor peso de la política antimonopolios, sobre todo la dirigida a limitar el gigantesco poder de las BigTech.
Acaso sea en el ámbito de las políticas comerciales donde se registre una mayor línea de continuidad respecto a los últimos cuatro años. Porque el trumpismo sociológico (sobre su base de 72 millones de votos, que no hay razón para pensar que desaparecerán de un día para otro) va a seguir estando muy presente y asentado sobre lemas como el de América primero; de modo que no es realista suponer que desaparezcan las tendencias al proteccionismo, si bien sus formas más crudas y agresivas dejarán paso a un estilo más civilizado, y menos inclinado al unilateralismo. De ese estilo nuevo pudiera -debiera- beneficiarse la UE, pero difícilmente ocurrirá lo mismo con China, el otro gigante económico, del que depende en muy superior medida el estado de ánimo de los cinturones de óxido del interior del país. En particular, en la materia más sensible, la de tomar delantera en la dinámica del cambio tecnológico, todo apunta a una profundización en las estrategias de confrontación. La posibilidad de una ruptura en la actual globalización no va a desaparecer, por mucho que unas gentes más fiables e ilustradas lleguen al corazón de la política del país que todavía es, quizá por poco tiempo, primera potencia económica.