Los gallegos sabemos muy bien que la banca se gestó, en nuestra tierra, en las calles portuarias de A Coruña y Vigo, en el siglo XVIII. El capitán volvía de América con un depósito para el familiar de un indiano. Se lo entregaba al armador, quién enviaba una carta de aviso. Tardarían meses hasta que lo retirasen, o no, y podía quedar consignado para su uso discrecional, emulando a las actuales cuentas de ahorro. Con el tiempo, esta acumulación de depósitos acabó financiando a aquellos armadores con oficio, pero sin liquidez. Así se hizo banquero el primero de la casa Pastor, o los Etcheverría, curtidores de Betanzos. Pronto entendieron el concepto de coeficiente de caja y la esencia de la banca de empresas. Las siguientes generaciones consolidaron lo que no era más que un pequeño nicho de negocio. Al inicio del siglo XX, cada villa tenía su casa de banca. La mayoría, de una sola oficina. En el mejor de los casos abrían una sucursal o dos, como los Simeón. Lo que no cambiaba era su objetivo: donde antes había un armador necesitado de liquidez, ahora se encontraba un empresario en el mismo estado.
La Primera Guerra Mundial provocó la primera burbuja. Un gran número de entidades, emborrachadas por las ventas de sus clientes a la Francia destruida, concentraron su riesgo en las industrias exportadoras. Fueron incapaces de ver que estas perderían negocio a medida que Europa se reconstruyese. Se produjo el primer gran proceso de concentración bancaria. En Galicia, lo lideró Pedro Barrié de La Maza. A pesar de ello, muchas entidades eran pequeñas, y el negocio financiero no siempre era el eje principal. Por ello, Franco impidió la apertura de nuevas sucursales, obligando a crecer por adquisición. De ahí nació el fuerte arraigo del Banco Bilbao con A Coruña. Los setenta trajeron la crisis del petróleo. España era la China de Europa y, aunque se trataba de una potencia exportadora, lo hacía a través de competir en precios y no en márgenes. Por tanto, la subida de los costes energéticos impactó directamente sobre su cuenta de resultados. La burbuja industrial del desarrollismo pinchó. Aunque la banca entró en barrena con una crisis de solvencia, el discurso imperante era que necesitábamos economías a escala. Se gestaron los Santander Central Hispano y los Bilbao Vizcaya. En paralelo, las cajas de ahorro descubrieron lo que es la mayoría de edad y empezaron a cometer los mismos errores que la banca en los años veinte y en los setenta. No existía nada más peligroso que un banquero con complejo de adolescente rebelde. Todo lo sabía, nada quería aprender. Eran incapaces de medir sus riesgos. El mapa bancario volvió a reescribirse, igual que en anteriores procesos, con concentraciones.
¿Y ahora? Bankia y Caixabank ¿Las razones? Hay que adelgazar hasta el infinito las estructuras de coste. La inflación no llega y los consumidores de créditos de baja cuantía y tipos altos, las familias, han dejado de endeudarse. Ya no tienen edad. Europa es vieja. Y algo más: por primera vez hay riesgo de que los procesos impacten directamente sobre la capacidad de negociación del cliente. Estamos creando un mercado casi monopolístico, que se hará más evidente en las poblaciones pequeñas y medianas. De nuevo, al igual que en 1790, algunos tendrán que viajar a sus capitales provinciales para encontrar una casa de banca. Y estas les atenderán con aprecio si son clientes de crédito, si no, le remitirán a esa pantalla digital que está en la puerta. Tanta historia para acabar volviendo a los orígenes.