La adaptación del BCE

MERCADOS

POOL

01 ago 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Hasta hace unos pocos años, los bancos centrales eran organismos que dirigían su enorme poder económico de una forma unilateral y manifiestamente dogmática. Encarrilada su acción en el sentido -en algunos casos prioritario, en otros, como el del BCE, exclusivo- de conseguir a toda costa la estabilidad de precios, se aplicaban a ello con la mayor energía, usando una panoplia de instrumentos de probada eficacia. El móvil que estaba detrás de las políticas monetarias era, sin apenas excepción, el de «generar credibilidad antiinflacionista» en torno a ellas. Como se trataba de incidir sobre las expectativas de inflación de los sujetos económicos, cualquier decisión que pudiera alterar ese marco estaba de antemano descartada. No había lugar alguno, por tanto, para considerar otros objetivos y referencias, como el impulso del crecimiento o la estabilidad financiera.

Pero todo eso cambió con la crisis del 2008. En los años que siguieron, los grandes bancos centrales fueron acomodándose con rapidez al nuevo entorno, mucho más difícil y complejo que el que dejaban atrás. Primero fueron la Reserva Federal norteamericana, el Banco de Inglaterra y el Banco de Japón, que lanzaron nuevos y muy heterodoxos modelos de política monetaria, dirigida ahora a combatir por todos los medios las tendencias de fondo hacia el estancamiento (ante la cada vez mayor evidencia de que si la estabilidad de precios estaba comprometida por algún lado no era por la inflación, sino por las presiones deflacionistas). Al BCE le costó más renunciar a sus inercias doctrinarias, pero finalmente en los últimos años, bajo la dirección de Mario Draghi y ahora de Christine Lagarde, ha seguido el mismo camino de adaptación pragmática.

Puede verse la reciente decisión adoptada por el consejo del BCE de redefinir su objetivo de referencia -flexibilizando formalmente la meta de inflación, de modo que se permiten desviaciones temporales «por encima o por debajo» de ella - como la consumación de ese nuevo pragmatismo. En la práctica deja claro que el banco de Fráncfort no da crédito a los cálculos de un avivamiento inflacionario en el medio plazo que algunos hacen, y apuesta por mantener por un período quizá aún largo las políticas de compra de activos y tasas de interés muy bajas.

Y es que los bancos centrales, y entre ellos ya de una forma clara y contundente el BCE (a pesar de que en su seno sigue habiendo alguna oposición a esa línea política, de la mano de los famosos halcones) han asumido su papel central en la recuperación de la economía, primero para contrarrestar las consecuencias de la crisis financiera y ahora frente al marasmo originado por la pandemia mundial. Y no es solo que hayan aceptado que deben contribuir al crecimiento económico en un sentido general: de un modo particularmente interesante, su actuación se está adaptando también a las transformaciones estructurales en marcha. Por ejemplo, en el caso del BCE, se descarta por primera vez la compra de bonos de un tipo de empresas, como las muy contaminantes, algo que hace unos años hubiera sido inimaginable. Por cierto, en esa línea de adaptación creciente a las tendencias y prioridades de la política económica, los bancos centrales posiblemente se dejen jirones importantes de lo que durante varias décadas fue otro de sus principios absolutos: su independencia frente al poder político. Alejamiento del dogma, pragmatismo y flexibilidad, esos parecen ser los nuevos códigos de conducta de los bancos centrales, el BCE entre ellos. Aunque habrá que estar atentos a sus posibles efectos colaterales, no parece mala cosa que unos organismos tan poderosos se sumen a la causa común de domar estos tiempos de turbación.