La sociedad creyó que derrotar al coronavirus implicaba recuperar el pasado. En mayo, con las primeras victorias, empezamos a salir en búsqueda de ese pasado perdido. En noviembre, transcurrido muy poco tiempo de ese añorado ayer, ya sabíamos que lo que dejamos atrás nunca va a volver. Y ahí estamos todos de acuerdo. Como también todos coincidimos en el futuro se adivina, aunque no se vislumbre su silueta. Vivimos en una época de conjeturas.
Con todo, hay cuestiones que empiezan a estar perfectamente definidas. Las tensiones en el mercado laboral irán a más, hasta el punto de que podrán estrangular nuestro crecimiento económico. La última encuesta trimestral de coste laboral del INE habla de 120.000 vacantes de empleo. Infojobs incrementa el número a 240.000, y la Confederación Nacional de la Construcción afirma que para ejecutar los fondos europeos su sector necesitará 700.000 trabajadores adicionales. Cierto que muchas de estos son para ocupaciones de bajo valor añadido, pero es igualmente real que, al menos en Galicia, es más fácil encontrar un trébol de cuatro hojas que un profesor de informática habilitado para impartir docencia en la formación reglada. Si vamos a campos más específicos como la Inteligencia Artificial, Inteligencia de Negocios o Blockchain, el problema se acrecienta. Y si no hay profesores, no hay alumnos. La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, aparentemente volcada en buscar acuerdos entre la patronal y las organizaciones sindicales, se centra en ajustar el sistema, pero se olvida de alimentarlo. Quizá porque esa función, proveer de talento al sistema empresarial, nunca fue una responsabilidad sindical. Seguramente dirá que es un asunto educativo, y acertará, pero el tema va más allá. Por un lado, las ocupaciones manuales no tienen cambio generacional. Los padres no les dicen a sus hijos que se incorporen a sus profesiones. Tenemos sectores estigmatizados; y si esto no fuese suficiente, estamos inmersos en un profundo declive demográfico. A lo mejor en Barcelona o en Madrid, donde residen algunos de nuestros hijos, no se han dado cuenta, pero en la España del que lee esta columna, es más que evidente.
Este país precisa del talento mundial y debe abrirse a la inmigración regular. Nuestras compañías necesitan captar talento en el extranjero e incorporarlo a sus empresas en un tiempo récord. Esta responsabilidad, que recae en el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, parece ajena a la política española. Hoy, y soy testigo directo de ello, hay empresas tecnológicas e industriales gallegas que ante la dificultad para encontrar talento local están creando departamentos en América Latina y en Asia. Es para llorar.
Al ministro Escrivá le preguntarán en el Congreso cómo favorecer la entrada de albañiles, fontaneros, chóferes, ingenieros, informáticos o médicos con nuestra tasa de paro. Pero es lo que tenemos: oficios estigmatizados, profesiones que, en su oferta educativa, padecen gigantescos cuellos de botella, y un sistema de educación superior poco elástico ante los cambios en la demanda laboral. Hay universidades privadas con tres mil alumnos matriculados en un máster habilitante en versión digital, pagando matrículas de 7.000 euros. Muchos de ellos gallegos, porque la pública se niega a incrementar su oferta de plazas y la privada vive, en algunas autonomías, bloqueada.
Siempre he pensado que los ministerios de Trabajo, Educación, Universidades y Seguridad Social y Migraciones deberían depender de Nadia Calviño. En el caso de Galicia, la Consellería de Emprego y la de Educación deberían recaer bajo el paraguas de Francisco Conde. O las políticas están alineadas o no salimos de esta.