Hace apenas tres años aceptábamos sin mayores dudas que el futuro de la economía internacional pasaba por la reafirmación de algunas tendencias que definieron los modelos económicos de los últimos treinta años: la aceleración; la fuerza de lo inmaterial y una creciente ligereza (visible en la importancia de los servicios); y la pérdida de los anclajes territoriales (locales o incluso nacionales). Todo esto parece estar cambiando, al menos para un cierto tiempo, con la sucesión de shocks vividos desde marzo del 2020. Las coordenadas espacio-temporales del capitalismo contemporáneo se han visto sacudidas en estos azarosos meses.
Y es que, cuando pensábamos que vivíamos en un mundo que no dejaría ya de acelerarse cada vez más, nos alcanzó la pandemia y todo se detuvo. Los ritmos frenéticos de nuestras economías se pararon y el tiempo quedó en suspenso. Luego llegó la recuperación, que en algún momento pareció cobrar velocidad de crucero, pero de nuevo la interrupción de los suministros y flujos comerciales provocaron algunos colapsos en sectores, actividades y empresas. Cierto que han vuelto a reinar las altas velocidades, pero todo indica que aquello que solíamos llamar stop and go (y con ello buenas dosis de desincronización) se quedará aún bastante tiempo con nosotros.
Respecto al otro gran vector, el del espacio, hay también algunas novedades. La globalización —se pensaba de forma muy mayoritaria— no tendría límite, de forma que la economía y la sociedad se irían sumergiendo en un mundo absolutamente internacionalizado, en el que —tecnologías de la información mediante— buena parte de nuestra actividad se radicaría fuera del espacio concreto que habitamos. Todo a un clic: Singapur o Santiago de Chile poco más eran que puntos en el extrarradio.
Es verdad que esta idea —para unos sueño, pesadilla para otros— llevaba ya algunos años puesta en cuestión. Lo hemos contado reiteradamente en esta columna: la globalización cumple ya más de una década en ligero retroceso. No en vano la principal fuerza estratégica que en su momento la impulsó, el Gobierno norteamericano, asumió durante el mandato de Trump el principio de América primero, mientras por todo el mundo resonaban las alertas proteccionistas. Las fronteras ya importaban más.
Pero ahora se trata de otra cosa: la guerra de Ucrania trae al paisaje europeo, y al conjunto de las relaciones internacionales, además de algunos importantes fantasmas del pasado, la fuerte impresión de un abrupto final de aquel mundo globalizado al que nos habíamos habituado. Ciertamente, es algo que no está necesariamente escrito, y su evolución real a partir de ahora dependerá de cómo se posicionen los grandes jugadores globales —sobre todo la potencia china—, pero en las presentes circunstancias es inevitable recordar que dependemos muy señaladamente del lugar donde vivimos y laboramos.
Todo ello hace recordar el título de un libro que es ya un clásico de los estudios geoestratégicos contemporáneos: «La venganza de la geografía» (2012), en la que su autor, el norteamericano Robert Kaplan analizaba cómo «aquellos que olvidan la geografía nunca podrán derrotarla». Todo sugiere que seremos más dependientes de lo material y pesado (por eso hablamos de un regreso de las políticas industriales), que estaremos más desincronizados. Y también que el espacio físico, quizá contra todo pronóstico, está de vuelta.