Los desafíos en la alta dirección

Guillermo A. Barral Varela

MERCADOS

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Los directivos no son enteramente libres cuando adoptan decisiones; además de las limitaciones externas se enfrentan a otra de índole interna, a veces mucho más poderosa, como el miedo a equivocarse

10 jul 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Al escribir estas líneas me ha venido enseguida a la mente el libro El miedo a la libertad, de Erich Fromm, que me parece idóneo para el asunto que quiero compartir, que no es otro que el de la toma de decisiones por cualquier directivo de una empresa. ¿Es enteramente libre al decidir? La respuesta — obvia por otra parte— es que no, puesto que se encontrará siempre con limitaciones externas: restricciones presupuestarias, recursos limitados, necesidad de contar con otras áreas de la empresa, fechas máximas, etc., son buenos ejemplos de factores que juegan a la hora de que un directivo resuelva pudiendo condicionar sus opciones; se trata como digo, de lo que podríamos llamar condicionamientos externos o, siguiendo a los expertos Robbins y Coulter, management constraints.

Pero lo cierto es que junto a ellos existen algunas barreras internas que con frecuencia son más poderosas y condicionan más aún el proceso de la toma de decisiones. Una de ellas consiste precisamente en el miedo a la libertad, porque poder decidir libremente significa, entre otras cosas, poder equivocarse y esto en cualquier ámbito (profesional o personal), asusta un poco (o incluso un mucho), reconozcámoslo.

Relacionadas con este miedo a la libertad, con este temor a errar, comparto las tres ideas siguientes: la primera, la toma de decisiones no racionales: siempre se da por sentado que las decisiones de un directivo deben ser fruto de un proceso racional, lógico en el sentido de obedecer a un proceso del tipo disponer de información, evaluarla, considerar riesgos y beneficios, etc.; sin embargo, las decisiones que tomamos a lo largo de nuestras vidas (y el entorno profesional forma parte de ellas) no siempre responden a este esquema. En mis clases en la universidad solía enseñar a los alumnos un vídeo en el que, en medio de unas inundaciones, un hombre se zambullía en unas aguas más turbulentas que las de Simon y Garfunkel para salvar a su perro. ¿Es una decisión lógica?, les preguntaba; en absoluto, es fruto del corazón, de los sentimientos. ¿Qué me dicen de la intuición? En ocasiones, es la que nos lleva a optar por un determinado camino y de hecho grandes ideas en el mundo de la empresa han sido y serán, al menos en parte, fruto de la intuición, de ese olfato que algunos tienen para atisbar el éxito.

De hecho, en mi criterio la intuición es probablemente uno de los rasgos de los líderes (al menos de bastantes) y del que puede carecer un buen directivo; comparto al cien por cien la afirmación de Covey que podríamos traducir como que un buen directivo es quien hace correctamente las cosas, mientras que un líder es quien hace las cosas correctas (empresarialmente hablando, claro está), y en esto último la intuición tiene mucho que ver.

¿Cuál es el problema? Pues el dichoso miedo a la libertad, porque lo peligroso son las consecuencias de que el radar nos falle, de que la intuición haya sido errónea y metamos la pata; en un entorno empresarial no resulta nada fácil justificar que uno se haya equivocado al tomar una decisión, al apostar por un nuevo producto, por un nuevo empleado, por una determinada estrategia y reconocer que lo ha hecho en parte (no digo ya enteramente) por intuición.

Y ello, seamos sinceros, es normal, pues somos personas con nuestros defectos y nuestras virtudes, y después de todo si yo fuese superior jerárquico de un directivo que hubiese apostado «por olfato» por lanzar un servicio con elevados costes para la empresa y no hubiese tenido éxito, lo más probable es que le dijese en el mejor de los casos que los experimentos los dejase para su casa y con gaseosa; sin embargo, si el servicio fuese un éxito, a buen seguro no dejaría de alabar su genialidad.

El análisis

Somos seres contradictorios y a veces la barrera que separa nuestro juicio es la que resulta de la diferencia entre el éxito y el fracaso. Cualquiera en un entorno profesional tendrá miedo a tomar decisiones que no obedezcan enteramente a un proceso lógico, porque si el resultado no es el esperado, justificarlo será tarea arriesgada cuando no misión imposible. La segunda idea es la parálisis por el análisis. Esta expresión, que tomo del profesor Javier Fernández Aguado (amigo y maestro), refleja una de las consecuencias de ese miedo a la libertad de decidir por cuanto implica la posibilidad de equivocarnos. Si tengo que decidir, debo tener información y para recopilar información, preciso tiempo. Tiempo para buscar datos, para analizarlos, para pedir a los asesores internos un informe; tiempo para solicitar a un asesor externo otro informe; para leer los informes, tiempo adicional para trasladarlos a un comité interno, etc. Es lo que suelo denominar la teoría de la dilución de la responsabilidad, vamos, que si al final nos equivocamos, mejor en plan Fuenteovejuna, que lo hagamos todos y a una y así no solo seré yo el que sufra la ira de los dioses.

El problema es que en un entorno en ocasiones (las más de las veces) turbulento y rápido, conseguir y procesar información lleva tiempo y al final paralizamos las decisiones con tanto análisis, al punto de que podemos llegar tarde. ¿La solución? Buscar un punto de equilibrio, pero acertar en encontrarlo no es tarea sencilla y eso daría para otro artículo.

La tercera, el miedo a las consecuencias (a menudo ligado a la cultura empresarial). En realidad, el miedo a equivocarse lo es sobre todo por las consecuencias que de ello podrían derivar y estas suelen estar en relación directa con la cultura de la empresa; en realidad la cultura (la particular y específica forma de hacer las cosas en determinada empresa) es un verdadero condicionante externo a la hora de decidir, pero a menudo lo califico de interno porque la cultura en sí no se ve, se experimenta. Poca discusión admite el hecho de que existen culturas empresariales más proclives a la innovación y más tolerantes en consecuencia con los efectos colaterales de la misma (uno de los cuales es una mayor posibilidad de errar) y otras más conservadoras, más partidarias de tener todo atado y bien atado y de menos soluciones que se salgan del marco de la foto.

Las ideas anteriores son una buena muestra de que la función directiva no es una tarea fácil y de que a veces resulta más sencillo que otros decidan. Al final, vamos un poco a lo de siempre, a lo de que los toros pueden ser más gratos si uno los ve desde la barrera. Feliz verano.

Guillermo A. Barral Varela. Abogado de Abanca. Mediador civil, mercantil y familiar.