Cheapflación y reduflación en los nuevos envases

Eduardo Irastorza (Profesor de OBS Business School)

MERCADOS

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Mantener el margen de beneficios para sortear un escenario de alta inflación por parte de las marcas trae prácticas poco ortodoxas que perjudican al consumidor. Habrá que cambiar ingredientes o reducir peso, pero sin engaños.

07 sep 2022 . Actualizado a las 12:11 h.

Fue el presidente Abraham Lincoln quien dijo: «Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo». Hoy esta fra cobra toda su actualidad ante la aparición de dos nuevos términos económicos como consecuencia de una recesión que no ha hecho más que comenzar: la cheapflación y la reduflacción. Hablemos de ellos.

Reconozco que ambos neologismos me espantan, no solo por como suenan, sino sobre todo por lo que esconden. El término cheapflación surgió a finales del pasado siglo XX para definir una práctica seguida por los fabricantes para sobrevivir a una crisis galopante. Básicamente consiste en sustituir los materiales o ingredientes que conforman el producto por otros de menor coste y, por lo tanto, de inferior calidad. La reduflación por su parte consiste sencillamente en reducir la cantidad de producto en un mismo envase. Es el desagradable descubrimiento que experimentamos al abrir el paquete y descubrir que el contenido es en gran parte… ¡aire!

Actuar así permite a las marcas que implementan estas prácticas mantenerse en el mercado e incrementar su margen de beneficio, algo que creen que les ayudará a sortear mejor una inflación galopante. Lógicamente, quienes más pierden con esta mala praxis son los consumidores que, en resumen, reciben un producto peor o en menor cantidad por el mismo precio. Todos hemos experimentado la decepción de abrir la bolsa y encontrar muchas menos patatas, ganchitos o chuches; o que tengan diferente sabor; o que el jabón ya no huela igual, incluso destiña; o que en el boli la tinta deja de salir, las zapatillas nuevas se desgasten en tres carreras, la ropa pique más o los calcetines se rompan antes. La lista de decepciones es interminable. Basta con mirar las redes sociales.

Pero los consumidores no son los únicos que resultan perjudicados. En realidad, las empresas que adoptan esta dudosa conducta también pierden, ya que su trampa tarda muy poco en ser descubierta y denunciada.

Y es que la mentira tiene cada vez las patas más cortas. En un mundo globalizado como el actual, en el que todos y cada uno de nosotros somos potenciales emisores de información, mantener un engaño resulta cada día más difícil. Las redes sociales se han convertido en un poderoso recurso tanto de formación de opinión como de denuncia; hacen posible que un engaño comercial pueda ser dado a conocer de inmediato y con un impacto mundial. Y esto es algo a lo que difícilmente puede sobrevivir una marca, tenga la dimensión que tenga. Es más, resulta peor cuanto más grande sea y extendida esté en el globo. Recordemos que un apóstol de la marca, es decir, aquel que habla bien de ella, es diez veces menos activo que un hater, que es aquel que lanza mensajes devastadores acerca de la misma. Si a esto sumamos que las nuevas generaciones de consumidores no pasan una y que tienen a su alcance la mayor y más variada oferta de productos sustitutivos, parece de insensatos atreverse a hacer uso de estos recursos. Sin embargo, hay poderosas razones que llevan a ello.

La pandemia ha demostrado que no basta con ser eficaz, es decir, ser capaz de responder a las necesidades, sino que es preciso ser eficiente: ofrecer lo mejor al mejor precio posible. Cientos de empresas eficaces cierran cada día en todo el mundo; solo las eficientes sobreviven. Eso significa tener que ajustar todo el proceso productivo y comercial al máximo para mantener el margen de beneficio. Cuando la inflación se dispara, como sucede en estos momentos, es prácticamente imposible controlar los costes. Se incrementa considerablemente el número de factores externos sobre los que la empresa no puede influir. Señalaré tres de ellos: en primer lugar, las materias primas. Pensemos, por ejemplo, en la carestía de cereales a causa de la guerra de Ucrania y que tanto está afectando a nuestra industria de la alimentación. No es que la materia prima sea cara, es que sencillamente no hay. Esto lleva a la búsqueda de sustitutivos casi siempre de inferior calidad. En segundo lugar, tenemos a la distribución, que es mucho más cara como consecuencia del imparable aumento del precio de los carburantes que lo mueven absolutamente todo, desde camiones a barcos, pasando por los aviones. En tercer lugar, están los sueldos. La inflación, que nos hace a todos más pobres, fuerza las reivindicaciones de subidas para afrontarla. Como consecuencia la economía se mete en un círculo vicioso del que es muy difícil salir. Todo ello repercutirá inevitablemente en el precio final.

¿Qué hacer entonces? Simplemente, seguir siendo honestos. Así de sencillo. Los consumidores son conscientes de que la situación que atravesamos no es fácil para nadie. Advertir de un cambio en la cantidad o composición de lo que ofrecemos no es solo una obligación ética, sino también una oportunidad. Explicarlo puede ser entendido por nuestros públicos como una exigencia siempre que lo gestionemos con sinceridad y transparencia. Informar acerca de los cambios —sin emplear la letra pequeña— es imprescindible y, además por lo inusual e inesperado, puede ser interpretado como un factor de confianza que marca la diferencia. El capital de confianza es la más poderosa de las garantías de futuro de una marca y a la vez más sensible. Jugar con ella hoy tiene consecuencias fatales.

Como dijo Thomas Jefferson: «Me gusta que piensen en mí, pero no por mí». Si el consumidor no tiene más remedio que optar por inferior calidad o precio, debemos ser claros y darle la oportunidad de que lo haga sin engaño. Recuperar su preferencia cuando la situación repunte será mucho más fácil porque su confianza habrá permanecido intacta.