El coronel, escribía García Márquez, comprobó que cuarenta años de vida común, de hambre común, de sufrimientos comunes, no le habían bastado para conocer a su esposa. Su mujer, en un instante último de desesperación, por su negativa a vender el gallo de pelea, se desesperó. «Y mientras tanto, ¿qué comemos?», preguntó, y agarró al coronel por el cuello de franela. Lo sacudió con energía. «Dime, ¿qué comemos?».
Macondo, ese mágico lugar en el que todo confluye, no deja de ser un espejo mágico de nosotros mismos. Un espacio donde los sueños colisionan con el hoy, donde el futuro se enfrenta al presente, y en esa contienda descubres que no conoces a tu esposa, o a tu vecino o a tu sociedad o a tu país.
Cuando los mojones de la incertidumbre inundan lo cotidiano descubres que las fronteras siempre viajan aupadas a los lomos del bienestar. Cambia este, cambian tus bordes.
Esta crisis, por ser esperada, no será menor para aquellos que viven sin red. ¿Y cuántos son? El Gobierno, al apuntar que solo bajará la presión fiscal sobre la renta de las personas con ingresos inferiores a 21.000 euros, ha lanzado un mensaje. Ahí, en esta cantidad, se sitúa la mayoría del país. Los demás, privilegiados. Lo cierto es que en España hay tantos asalariados ganando menos de esa cantidad que superándola. Y aquí es bueno recordar que las grandes fortunas, por lo general, no tienen nómina o, si la tienen, no es reflejo de su renta. La clase media española se ubica en la horquilla salarial de entre los 20.920 y 31.380 euros. De esa cantidad hasta los 41.840, estaría la clase media alta.
Es decir, uno entra en la clase media cuando alcanza un salario de dieciséis mil euros brutos y se marcha cuando supera los 42.000. Quizá puedan parecer muy elevadas estas cifras porque son previas a la vorágine inflacionista y debieran incrementarse en un 10%. Aquí, en todo caso, estarían los tres quintos de los asalariados españoles. Esta es España. Ahí está el coronel, ahí está su esposa, ahí están nuestros Macondos. Y algo más, esa es la gran estructura social a defender, la cual, en ningún momento, tiene que entrar en colisión con el 20% de menores ingresos. La protección de una no ha de implicar la desprotección de la otra.
Esta, a pesar de ser una verdad ampliamente compartida, aún no ha sido descubierta con nitidez por los constructores de nuestra política económica. Por ello, en breve empezarán a ser receptores de mil y un golpes: pérdida de poder adquisitivo salarial, mayor coste financiero hipotecario, inflación descontrolada en la cesta de alimentos, crecimiento de los costes energéticos, más presión fiscal sobre salarios (en bastantes casos, salto de tramo en el impuesto sobre la renta), mayores costes financieros por la nueva carga impositiva e incremento de las bases de cotización de los inmuebles, lo que implica una mayor tributación en transmisiones, sucesiones, donaciones y patrimonio y, lógicamente, en el impuesto de bienes inmuebles (el catastro).
En este último caso, el Ministerio de Hacienda se ha marcado como objetivo, para el 2023, la revisión de 825.000 inmuebles. Al analizar pormenorizadamente todo estos impactos cabe recordar que todos, absolutamente todos, recaen sobre nuestra joven y despreciada clase media. Fuera he dejado la imposición estatal sobre patrimonios, las medidas que afectan a las sociedades mercantiles o la incapacidad gubernamental para poner coto a la ocupación impune de inmuebles.
Resulta muy evidente que, un día tras otro, el coronel se ciñe a su gallo de pelea, en quien descarga toda su suerte, pero su esposa, ausente de todo ese ensimismamiento, solo desea una cosa: poder vivir.