La noticia de que Inditex vende su negocio en Rusia se ha comentado como un episodio más de la reacción occidental a la invasión de Ucrania, aunque por su volumen (500 tiendas, renuncia de la multinacional gallega a su segundo mayor mercado) no es un episodio menor. Pero también puede analizarse como una nueva muestra de la marcha atrás que está experimentando la globalización de la economía: el ascenso de autócratas como Putin en distintos países frena las expectativas de seguridad jurídica internacional que venían abriéndose desde el final de la Guerra Fría. Muchos populismos en alza reivindican el proteccionismo. Vuelve la política de bloques y la beligerancia.
Y no solo eso. China, el gran destino de la deslocalización de manufacturas que se disparó a partir de 1990, ha perdido su atractivo, en parte por la guerra comercial (y geopolítica) con Estados Unidos, también por los atascos en la cadena logística, pero sobre todo por la pérdida del incentivo que suponían sus salarios bajos. Tantos años ejerciendo como fábrica del mundo han hecho crecer su clase media hasta el punto de que hoy dos tercios de los chinos se consideran miembros de ese segmento. Así que China misma está deslocalizando industrias hacia Vietnam y Bangladés.
Después de la pandemia, empresas y gobiernos están valorando más la resiliencia (capacidad de resurgir tras las crisis) y la seguridad que las ganancias que producían las cadenas de suministro globales, dice un reciente informe de Barclays Bank que anuncia el principio del fin de la globalización. Al proceso contribuye también la transición verde de las economías avanzadas, que derivará en menores tráficos de combustibles y en mayor autonomía energética con respecto al lobby petrolero. Para los investigadores del grupo, en el 2030 la inversión en equipamiento de energías limpias igualará la relacionada con el petróleo.
Habrá que estar atentos a la concreción de estas tendencias aquí, en casa. Ya que vamos a reindustrializar no estaría mal empezar, por ejemplo, con Alcoa.