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Recién empezado el año, no resisto la tentación de preguntarme qué nos deparará la economía en el 2023, en un contexto complejo de incertidumbre implícita y explícita. La primera, porque es difícil avanzar inequívocamente la evolución de la situación geopolítica, de las medidas de reducción de la inflación, o de la inminente recuperación de China como agente económico. Explícita, porque es complicado navegar entre el optimismo oficial y la advertencia oficialista de una inminente desaceleración económica. Conste que ambas lecturas parecen parcialmente ciertas. Puesto que no hemos recuperado los niveles económicos previos al 2020, nuestra economía —basada en servicios— seguirá creciendo, máxime en un año electoral. Sin embargo, seguimos liderando el desempleo, y con dudas sobre la capacidad de desempeño de una economía aún dopada con estímulos y con las reglas fiscales en suspenso cuando esta anomalía de barra libre en el gasto se corrija. O sea, ya.
Atrapados en la vorágine cortoplacista del combate por los votos, escucharemos mucho de economía —seguramente en forma de promesas tan atractivas como irrealizables— pero muy poco de medidas estructurales pendientes, que lastran nuestras opciones de competitividad. Por ejemplo, estamos ya insertos en un nuevo debate sobre la subida del SMI, y sabemos que aumentarán las cotizaciones sociales. Pero lo que no se discute es si nuestro tejido económico tiene capacidad para acometer estos cambios, que en el fondo no dejan de repercutir en autónomos y pymes que palían ineficiencias a costa de comprometer su propia viabilidad. Lo que tampoco está, ni se espera, es el debate sobre si tiene sentido persistir en medidas basadas en un modelo industrial obsoleto, en vez de pensar en otras para una economía donde además de personas, trabajan robots y ordenadores.
Oiremos hablar de las ayudas para la recuperación, y de fondos Next Generation. Lo que nadie nos va a contar es que nuestra administración pública está obsoleta, y que sus tuberías no están lo suficientemente engrasadas para que el dinero llegue al sector privado. Las rigideces y dificultades para acceder y conceder estos fondos alertan de la urgencia de acometer la digitalización de la administración, que además repercutiría en una mejor transparencia y capacidad de control. En la misma línea, también llegamos tarde al diseño de medidas que controlen la eficacia y eficiencia en las políticas públicas. Dos ejemplos recientes son ilustrativos: la rebaja del IVA en un grupo mínimo de alimentos y las dudas más que razonables en el uso de fondos destinados a la lucha contra la violencia de género. Si no se cumplen objetivos, algo ha fallado, y solo mediante el control de resultados podemos exigir la asunción de responsabilidades a tomadores de decisión ineficaces.
Poco, o nada, escucharemos en relación con el control del gasto público. Más bien asistiremos a todo lo contrario, un catálogo de medidas que seguirán disparando el endeudamiento en un momento en que la necesidad de ajuste asoma en el horizonte. Algo que nos lleva al común denominador de todas estas reflexiones: la necesidad de invertir el ciclo de promesas. Porque la clave no es disimular riqueza a costa de hacer creer que la economía mejora y el empleo bate récords —endeudamiento y datos parcialmente ciertos al margen—, sino aumentar la productividad y la riqueza, y después repartirla. Se precisan reformas estructurales con calado y recorrido, si no únicamente aumentaremos en empobrecimiento y desigualdad. Quizá este artículo tenía que haber sido escrito hace un mes, cuando los Reyes Magos recibían cartas. Porque, sinceramente, tengo más confianza en ellos que en que estos temas aparezcan en la contienda electoral.