Los plazos marcados son excesivamente cortos y las metas demasiado ambiciosas. La transición debe ser suave y, sobre todo, creíble, porque si no, flaco favor le haremos a las generaciones futuras
25 jun 2023 . Actualizado a las 05:00 h.Los que me conocen saben que siempre acudo al sabio refranero español para una incluir alguna referencia en mis artículos. En este nuevo análisis sobre una cuestión de extraordinaria relevancia, la que mejor se aproxima al planteamiento que quiero desarrollar es que «no es oro todo lo que reluce», aunque en este caso sería más apropiado señalar que «no es verde todo lo que nos quieren hacer ver».
En el 2019, la Comisión Europea aprobó un ambicioso conjunto de medidas para el control de la polución, políticas sociales y acciones contra el cambio climático, leyes de sostenibilidad, reducción de las emisiones de gases, eficiencia energética, economía circular y economía verde. Es lo que se conoce como el European Green Deal o Pacto Verde Europeo (PVE). No se trata de ningún compendio de normativa, sino de un conjunto de recomendaciones, a modo de guía para conseguir un crecimiento económico sostenible con el respeto al medio ambiente.
Con el PVE, la Unión Europea se propone ser climáticamente neutra de aquí al 2050, proteger a la vida humana, los animales y las plantas, reducir la contaminación, ayudar a las empresas a convertirse en líderes mundiales en productos y tecnologías limpias y contribuir a garantizar una transición justa e integradora. Sin duda, unos objetivos con los que todos estamos de acuerdo, puesto que somos conscientes de que un crecimiento económico sin control puede hipotecar el futuro de las nuevas generaciones. Ahora bien, ¿somos conscientes de lo que esto significa? ¿Conocemos las implicaciones para el actual modelo económico? ¿Estamos preparados para ello? La respuesta a estas tres preguntas me temo que es negativa, sobre todo desarrollamos adecuadamente los principales retos del PVE.
Uno de los más importante es conseguir la neutralidad climática para el 2050, pero esto no significa que se acabarán las emisiones de elementos contaminantes al medio ambiente, sino que se tratarán de reducir las emisiones y se aplicarán sistemas que contrarresten esas emisiones. El compromiso es que, de aquí al 2030, se reduzcan en un 50 % las emisiones de gases de efecto invernadero; un objetivo loable, pero la realidad es que restan menos de siete años para lograrlo y no parece que vaya a lograrse. Es cierto que las empresas y los consumidores están empezando a concienciarse sobre esta necesidad, pero para conseguirlo es necesario un cambio radical en su comportamiento. No podemos olvidar que el empleo actual de la energía supone el 75 % de las emisiones de los gases efectos invernadero de la UE. Por lo que respecta a la reducción del consumo de energía, el 40 % se corresponde con los edificios, principalmente, por sus sistemas de calefacción y refrigeración, y solo renovándolos será posible rebajar la factura y el impacto del consumo. De los más de 25 millones de viviendas que hay en España, casi la mitad precisan de una reforma urgente para ser responsables energéticamente: más del 40 % se los edificios fueron construidos antes de 1960 y el 90 % antes de 1990. Finalmente, solo el 12 % de la industria utiliza materiales reciclados. Y esto es solo una pequeña muestra del reto que supone la neutralidad climática.
En segundo lugar, con el PVE se pretende garantizar energía limpia, asequible y segura, para lo cual es necesario la descarbonización del sistema energético, que es la principal causa de los gases efecto invernadero. Sin embargo, algunos países han vuelto a optar por la quema de combustibles fósiles — incluyendo el carbón para generar energía— por el encarecimiento de la electricidad o del gas. Algo contradictorio con los postulados del PVE.
En tercer lugar, el PVE indica la necesidad de contar con una industria sostenible y circular, sabiendo que el 20 % de la emisión de los gases contaminantes procede del actual sistema industrial. Sin embargo, los estudios más optimistas señalan que al menos serán necesarios 25 años para transformar completamente este sector, lo que claramente complica el objetivo de descarbonización para el 2050.
En cuarto lugar, es necesario garantizar una movilidad sostenible e inteligente, para ello es condición imprescindible facilitar a la ciudadanía alternativas sanas, accesibles y limpias. Esto pasa por reducir en un 90 % las emisiones procedentes del transporte, algo que hasta el momento no se ha conseguido. Es más, no hace muchas semanas, la UE paralizó la prohibición de vender vehículos de combustión en el 2035, algo a lo que se había comprometido, pero que por la presión de países como Alemania ha quedado en suspenso. Si el objetivo es ir eliminando a los combustibles fósiles, tampoco parece normal que se subvencione la extracción de este tipo de energía.
En quinto lugar, con el PVE se trataría de potenciar una alimentación saludable y justa en circuitos cortos, pero esto pasa por consumir preferentemente lo más cercano y siempre productos de temporada. Al mismo tiempo, es necesario reducir en un 50 % el uso de plaguicidas y en un 20 % los fertilizantes; ambos objetivos son de difícil cumplimiento en un sistema productivo cada vez más intensivo. La apuesta por la agricultura ecológica, valga el símil, está todavía «muy verde». Además, habría que reducir en un 50 % el desperdicio de alimentos. Suma y sigue.
También el PVE defiende la necesidad de preservar y restablecer los ecosistemas y la biodiversidad, reforzando la superficie forestal y apostando por la economía azul, reconociendo su importante papel en el proceso de adaptación del cambio climático, pero conseguir este objetivo no resulta tan sencillo.
En resumen, todo el planteamiento del PVE resulta necesario para alcanzar un crecimiento sostenible y respetuoso; sin embargo, los plazos que se han marcado son excesivamente cortos y las metas demasiado ambiciosas. Ambos elementos deben permitirnos reflexionar sobre si son objetivos realmente creíbles y, si no es el caso, la necesidad de adecuarlos a la realidad. Todos somos conscientes de que el actual modelo productivo se está agotando, pero la transición debe ser suave y, sobre todo, posible. Si planteamos actuaciones de máximos y luego no se cumplen, flaco favor estaremos haciendo no solo a nuestras expectativas sino a las de las generaciones futuras. Termino con una última máxima: se dice que el planeta no es una herencia de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos, pero devolver ese «principal junto con los intereses» debe ser una promesa creíble.
Alberto Vaquero García. EN-Universidade de Vigo. Vocal de la Junta Directiva del Colegio de Economistas de Ourense.