Nuestro sector exterior no deja de darnos buenas noticias. El dinamismo de las exportaciones es extraordinario, y se repite mes tras mes. De hecho, acabamos de saber que en el primer semestre de este año crecieron un 9,2 % en términos interanuales (más del doble de lo ocurrido en un país con gran tradición exportadora como Alemania), para alcanzar el máximo histórico de 132.000 millones de euros. Parece evidente que la economía española está mostrando una capacidad competitiva en los mercados externos —particularmente los europeos — que hasta hace poco parecía, sencillamente, impensable. Esa capacidad se ha visto reforzada en los últimos meses por el diferencial de inflación, que ahora, en contra de lo que casi siempre nos ha acompañado, resulta favorable. No es extraño que, si a eso le añadimos que el turismo está recobrando ya toda su fuerza, se haya producido un superávit externo de en torno a un 6 % del PIB en el primer trimestre: otro dato que significa un registro histórico absoluto.
Estos son los datos fundamentales. Y a partir de aquí caben tres comentarios. El primero se refiere a la importancia que todo esto tiene en el contexto de evolución de la economía. Es el brío del sector externo lo que explica en gran medida el buen comportamiento económico general (excepcional si lo ponemos en comparación con el resto de Europa), frente a la relativa anemia que han mostrado variables como el consumo o la inversión. Se trata de un hecho rarísimo en la historia económica española: el vector exterior como puntal del crecimiento.
Lo cual nos lleva al segundo comentario. A poco que recordemos lo ocurrido hace quince años, con la explosión de la gran crisis financiera, un hecho nos saltará a la memoria: en el 2008 el déficit externo de la economía española ascendía al 10 % del PIB. Y no era un dato meramente coyuntural, sino que reflejaba una tendencia de muy largo recorrido: algo que parecía incrustado de forma estructural en nuestro modelo de crecimiento. Para financiar ese desajuste era necesaria una entrada masiva de capitales… lo que a partir del 2010 nos puso a los pies de los caballos. No debemos ver los datos que ahora comentamos como un mero cambio coyuntural, sino como la evidencia de un genuino cambio de modelo.
Pero, en tercer lugar, es obligado señalar también las amenazas y peligros de esta nueva situación. El primero y más obvio es que, al depender mucho la salud económica interna de lo que acontece en los mercados internacionales, aparece un elemento de vulnerabilidad: nos hacemos más sensibles al impacto de choques externos. Es obligado destacarlo en un momento caracterizado —como ya hemos destacado en otras ocasiones — por un evidente avance del proteccionismo en todo el mundo. Si nos centramos en lo más inmediato, parece claro que la ralentización general del crecimiento en toda Europa a lo largo de los próximos meses ejercerá como un notable lastre para nuestra evolución. Porque si nos fiamos de índices que suelen ser muy útiles para hacer predicciones —como el PMI manufacturero, cuyo último dato, 43,4, marca su nivel más bajo en tres años — la eurozona estará probablemente en recesión durante la segunda mitad de este año. Algo que, por cierto, debiera tener en cuenta el BCE para sus próximas decisiones en torno a los tipos de interés; no vaya a ser que las turbinas de la recesión se engrasen demasiado. Regresando a lo fundamental: el cambio de modelo. Algo está pasando con nuestro sector exterior. Y no parece nada malo.